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Catorce poemas para el Día de la Madre

¿Cómo no amarte, madre, si me enseñaste a hablar
tu lengua? ¿Si soy viento nacido de tu roca?

Gonzalo Rojas

Gabriela Mistral_web

Gabriela Mistral.

Gabriela Mistral
Caricia, o Madre Mía

Madre, madre, tú me besas,
pero yo te beso más,
y el enjambre de mis besos
no te deja ni mirar…

Si la abeja se entra al lirio,
no se siente su aletear.
Cuando escondes a tu hijito
ni se le oye respirar…

Yo te miro, yo te miro
sin cansarme de mirar,
y qué lindo niño veo
a tus ojos asomar…

El estanque copia todo
lo que tú mirando estás;
pero tú en las niñas tienes
a tu hijo y nada más.

Los ojitos que me diste
me los tengo que gastar
en seguirte por los valles,
por el cielo y por el mar…

Marianne Moore.

Marianne Moore.

Marianne Moore
Cabeza de chorlito

   Con inocentes ojos abiertos de pingüino,

       tres grandes sinsontes inexpertos bajo

   el sauce

   permanecen en fila,

   ala con ala, delicadamente solemnes,

   hasta que ven

       a su madre tan grande

       como ellos trayendo

   algo que parcialmente

   alimentará a uno.

Hacia el agudo crujido intermitente

     de carro con ballestas rotas, que

    emiten los tres cuerpecitos sumisos

     moteados de prímulas,

ella se dirige; y cuando

     del pico

     de uno, el escarabajo

     aún vivo cae

   al suelo, ella lo recoge y se lo

  vuelve a dar.

  Permanece en la sombra hasta que ellos se peinan

     su denso plumaje filamentoso,

   recubierto del pálido manto del sauce,

     extienden la cola y

   las alas, mostrando, uno a uno,

   la sencilla

     raya blanca que recorre la

     cola y atraviesa

   el ala por debajo, y el

   acordeón

   se vuelve a cerrar. ¿Qué delicioso trino,

     de rápidos e imprevistos sones

   aflautados brotando de la garganta

     del astuto

   pájaro adulto, llega del

   lejano

     aire tibio

     otoñal antes

    de que la prole estuviera aquí? Qué áspera

    se ha vuelto la voz del pájaro.

    Un gato moteado los observa,

     arrastrándose lento hacia el pulcro

   trío sobre el tronco del árbol.

     Como no lo conocen

   los tres le hacen sitio, inquietante

   y nueva dificultad.

     Una pata que pende, perdido

     el control, se levanta

   y encuentra la ramita sobre la

   que planeaba colgarse. La

   madre como una saeta, animada por lo que hiela

     la sangre y recompensada por la esperanza–

   de la lucha– puesto que nada llena

     las chirriantes bocas

   hambrientas, emprende un combate a muerte

   y medio mata

     con pico de bayoneta y

     alas despiadadas al

   gato intelectual

   que r e p t a cauteloso.

María Negroni.

María Negroni
Madre

Tu eficiencia en el bautismo negro de tu mejor escriba. Tu invernadero de asfixias. Tus estorninos a más no poder. Pequeña obra maestra, yo me iba en blancuras, me tragaba tu oscuridad de un golpe.

Louise Glück.

Louise Glück.

Louise Glück
Nuevo mundo

Tal como yo lo veía,
a mi madre, toda su vida, mi padre
la lastró, como
plomo amarrado a sus tobillos.

Ella era
activa por naturaleza;
quería viajar,
ir al teatro, ir a museos.
Lo que él quería
era echarse en el sofá
con el Times
tapándole la cara,
para que la muerte, cuando llegara,
no supusiera un cambio significativo.

En parejas así,
en las que el acuerdo
es hacer las cosas juntos,
siempre es el más activo
el que transige, el que cede.
No se puede ir a museos
con alguien que no
abre los ojos.

Creía que la muerte de mi padre
liberaría a mi madre.
En cierto sentido, lo ha hecho:
viaja, va a ver
grandes obras de arte. Pero flota.
Como el globo de un niño
que se pierde en cuanto
nadie lo sujeta.
O como un astronauta
que pierde de algún modo la nave
y tiene que ir a la deriva en el espacio
sabiendo que, dure lo que dure,
es lo que le queda de estar vivo: ella es libre
en ese sentido.
Sin relación con la tierra.

Miguel Hernández y su esposa Josefina Manresa en Jaén a los pocos días de casarse.

Miguel Hernández
Nanas de la cebolla

La cebolla es escarcha
cerrada y pobre:
escarcha de tus días
y de mis noches.
Hambre y cebolla:
hielo negro y escarcha
grande y redonda.

En la cuna del hambre
mi niño estaba.
Con sangre de cebolla
se amamantaba.
Pero tu sangre,
escarchada de azúcar,
cebolla y hambre.

Una mujer morena,
resuelta en luna,
se derrama hilo a hilo
sobre la cuna.
Ríete, niño,
que te tragas la luna
cuando es preciso.

Alondra de mi casa,
ríete mucho.
Es tu risa en los ojos
la luz del mundo.
Ríete tanto
que en el alma al oírte,
bata el espacio.

Tu risa me hace libre,
me pone alas.
Soledades me quita,
cárcel me arranca.
Boca que vuela,
corazón que en tus labios
relampaguea.

Es tu risa la espada
más victoriosa.
Vencedor de las flores
y las alondras.
Rival del sol.
Porvenir de mis huesos
y de mi amor.
La carne aleteante,
súbito el párpado,
el vivir como nunca
coloreado.
¡Cuánto jilguero
se remonta, aletea,
desde tu cuerpo!

Desperté de ser niño.
Nunca despiertes.
Triste llevo la boca.
Ríete siempre.
Siempre en la cuna,
defendiendo la risa
pluma por pluma.

Ser de vuelo tan alto,
tan extendido,
que tu carne parece
cielo cernido.
¡Si yo pudiera
remontarme al origen
de tu carrera!

Al octavo mes ríes
con cinco azahares.
Con cinco diminutas
ferocidades.
Con cinco dientes
como cinco jazmines
adolescentes.

Frontera de los besos
serán mañana,
cuando en la dentadura
sientas un arma.
Sientas un fuego
correr dientes abajo
buscando el centro.

Vuela niño en la doble
luna del pecho.
Él, triste de cebolla.
Tú, satisfecho.
No te derrumbes.
No sepas lo que pasa
ni lo que ocurre.

Bibiana Collado.

Bibiana Collado
Las manos (frag.)

Las manos de mi madre
tienen el olor ácido
de las naranjas —y las uñas negras—
.
Quince minutos de descanso.
Un termo de café.
Cuatrocientas mujeres en una nave
industrial apilando cítricos.
Tienen el olor de lo casi podrido
y recolocan con prisa las sábanas,
temerosas de corromper
la niñez con el aliento exhausto
de los días.
En los recuerdos infantiles,
mi madre no tiene manos.
Y las fotografías obturan
la aspereza y las astillas
de los cajones.
También para ella,
crecer era escapar del escozor.
Tiempo de madrugadas escarchadas
donde miedo de madre y de hija
se confunde.

[…]

Yo vuelvo de vez en cuando a casa
e intento devolverle
las manos a mi madre.
Recuerdo con ella aquel tiempo,
ya sin madrugadas escarchadas,
y difumino con paciencia el escozor.
Hoy preparamos juntas la ropa de cama
para la enfermedad venidera
y nos miramos, en silencio,
sin atrevernos a preguntar
si estaremos a la altura.
Otra vez los miedos confundidos.
Quizá ahora, al menos, lo sepamos.

Miren Agur Meabe.

Miren Agur Meabe
Mi madre en la playa

(Inspirado en Mujeres corriendo en la playa, de Picasso)

Madre, necesito verte correr en la playa,
haciendo magia con el tiempo.
Mirarte desde la carretera, yo en pijama,
con el merengue de una ola en las pupilas.
Soy el cervatillo de aquella película,
busco gafas de sol para ti en el mercadillo.
Pero un avión se lleva ya muy lejos
cargamentos de evax, margaret astor, belcor.
Madre, necesito verte reír en la playa,
tu mano en mi mano, en este mediodía cruel.

Anna Ajmátova,

Anna Ajmátova
Crucifixión

No llores por mí, Madre,
si en la tumba yazco.

El coro de ángeles alabó la gran hora,
y los cielos se abrieron en fuego y resplandores.
«¡Por qué me has abandonado!», al padre implora,
y a la Madre – «Ay, por mí no llores».

Magdalena se conmovía y lloraba,
el discípulo amado de piedra era,
y allí, donde en silencio estaba
la madre, nadie mirar osó siquiera.

Vinicius de Moraes.

Vinicius de Moraes.

Vinicius de Moraes
Madre

Madre, madre querida, tengo miedo
Tengo miedo de la vida, mamá.
Cántame esa dulce canción que cantabas
Cuando iba corriendo loco a tu regazo
Con miedo a los fantasmas en el techo.
Acuna mi sueño lleno de inquietud
Sacudiéndome despacito del brazo
Que tengo mucho miedo, mamá.
Lleva la luz amiga de tus ojos
Hasta mis ojos sin luz y sin reposo
Dile al dolor que me espera eternamente
Que se vaya. Echa a esta angustia inmensa
De mi ser que no quiere y que no puede
Dame un beso en la frente dolorida
que estoy ardiendo de fiebre, mamá.
Acúname en tus brazos como antes
Dime bajito así: –Hijo, no temas
Duerme tranquilo, que tu madre no duerme.
Duerme. Los que hace mucho te esperaban
Cansados ya se fueron muy, muy lejos.
Cerca de ti se queda tu mamita
Tu hermano, que estudiaba y se durmió
Y tus hermanas, caminando en puntitas
De pie, para no despertarte.
Duerme, hijo, duerme en mi pecho
Sueña feliz. Yo te cuido.
Madre, madre querida, tengo miedo
Me da pavor la renuncia. Que me quede
Dile a esta pena, madre, dile que me vaya.
Ahuyenta a este espacio que me tiene
Ahuyenta al infinito que me llama
Que tengo mucho miedo, mamá.

Carmen Martín Gaite

Carmen Martín Gaite
Campana de cristal

A veces yo querría haber seguido
en aquella campana de cristal,
todo limpio y pulido,
tamizada la luz, clara e igual.
Pero estas inherentes cicatrices
grabadas día a día en la memoria
en muebles y pasillos,
en lo que digo y dices,
han escrito una densa y sofocante historia,
ceniza que se cuela entre visillos.
Sol frío, luz de nieve, resplandor,
por la plaza mayor
cruzo con mi cartera de estudiante;
mi madre dice desde el mirador
de la casa varada, apaciguante:
Quédate aquí, no crezcas, que es peor.
A veces yo querría haber seguido
en aquella campana de cristal,
todo limpio y pulido,
tamizada la luz, clara e igual.

Cristina Peri Rossi

Cristina Peri Rossi

Cristina Peri Rossi
Me pasé un mes…

Me pasé un mes
preguntándole a coda clase de personas
-hombres y mujeres-
si habían soñado que se acostaban con sus madres
y ellos
-hombres y mujeres-
me decían que no

Francisco Brines.

Francisco Brines
La espera

I

El campo, oscuro; lejos, al mar,
las luces. Y un pájaro nocturno.
Sentado está mi padre,
con olor de naranjo entre sus dedos
y el rostro plateado. Espera.
Y en un paseo largo,
de rezo y vigilancia del jazmín,
mi madre está esperando.
Vaharadas de tiempo
suben hasta el balcón, desde allí miro
su soledad, sus sombras. En esta casa todos
estamos esperando a quien nos niega.

II

El campo, oscuro; lejos, al mar,
las luces. Y un pájaro nocturno.
Con rostro plateado, y hondo olor
de naranjo, espera un hombre.
Y una mujer espera, vigilando
el jazmín. Son dos extraños.
Miré desde el balcón,
y en el balcón no había nadie.

Maria-Mercè Marçal.

Maria-Mercè Marçal.

Maria-Mercé Marçal
Cançó de fer camí

Per a la Marina

Vols venir a la meva barca?
-Hi ha violetes, a desdir!
anirem lluny sense recança
d’allò que haurem deixat aquí.

Anirem lluny sense recança
-i serem dues, serem tres.
Veniu, veniu, a la nostra barca,
les veles altes, el cel obert.

Hi haurà rems per a tots els braços
-i serem quatre, serem cinc!-
i els nostres ulls, estels esparsos,
oblidaran tots els confins.

Partim pel març amb la ventada,
i amb núvols de cor trasbalsat.
Sí, serem vint, serem quaranta,
amb la lluna per estendard.

Bruixes d’ahir, bruixes del dia,
ens trobarem a plena mar.
Arreu s’escamparà la vida
com una dansa vegetal.

Dins la pell de l’ona salada
serem cinc-centes, serem mil.
Perdrem el compte a la tombada.
Juntes farem nostra la nit.

Pablo Neruda.

Pablo Neruda
La mamadre

La mamadre viene por ahí,
con zuecos de madera. Anoche
sopló el viento del polo, se rompieron
los tejados, se cayeron
los muros y los puentes,
aulló la noche entera con sus pumas,
y ahora, en la mañana
de sol helado, llega
mi mamadre, doña
Trinidad Marverde,
dulce como la tímida frescura
del sol en las regiones tempestuosas,
lamparita
menuda y apagándose,
encendiéndose
para que todos vean el camino.
Oh dulce mamadre
—nunca pude
decir madrastra—,
ahora
mi boca tiembla para definirte,
porque apenas
abrí el entendimiento
vi la bondad vestida de pobre trapo oscuro,
la santidad más útil:
la del agua y la harina,
y eso fuiste: la vida te hizo pan
y allí te consumimos,
invierno largo a invierno desolado
con las goteras dentro
de la casa
y tu humildad ubicua
desgranando
el áspero
cereal de la pobreza
como si hubieras ido
repartiendo
un río de diamantes.
Ay mamá, cómo pude
vivir sin recordarte
cada minuto mío?
No es posible. Yo llevo
tu Marverde en mi sangre,
el apellido
del pan que se reparte,
de aquellas
dulces manos
que cortaron del saco de la harina
los calzoncillos de mi infancia,
de la que cocinó, planchó, lavó,
sembró, calmó la fiebre,
y cuando todo estuvo hecho,
y ya podía
yo sostenerme con los pies seguros,
se fue, cumplida, oscura,
al pequeño ataúd
donde por vez primera estuvo ociosa
bajo la dura lluvia de Temuco.

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