‘Algo más pasa aquí’: Diez poemas de Charles Simic
El poeta Charles Simic, fallecido en los primeros días de 2023, ha sido uno de los autores más personales de la poesía anglosajona de las últimas décadas. Nacido en Belgrado en 1938, emigró con su familia a Estados Unidos en 1954, donde pasaría el resto de su vida. Comenzó a ganar fama como autor a principios de la década de los 70 al tiempo que evolucionaba su poesía.
“Cuando empecé a escribir —y por mucho tiempo— estuve interesado en poemas impersonales. Escribía sobre piedras, cuchillos, tenedores y zapatos”, explicaba Simic en 2014, en una entrevista con Alejandro García Abreu. “Después comencé a incluir mi propia vida en la poesía de una manera más directa. También estaba interesado en imágenes y metáforas muy fuertes: mi influencia surrealista. Durante los primeros 20 años mi obra incluyó esas imágenes”.
Pero más adelante, añadía, “empecé a apreciar los poemas escritos con claridad, en los que el lenguaje es muy simple. Yo quería un poema que fuera totalmente accesible, en el que el lector quedara desarmado, contrario a la idea de cuando estás leyendo un poema y piensas ‘esto va a ser difícil’ y no sabes qué diablos significa el poema. Se trata de dar a los lectores un poema al que puedan acceder con facilidad. Pero luego les tiendes trampas. Parece sencillo, pero cuando lo terminen van a decir: ‘algo más pasa aquí’. Apuesto a que releerán el poema. Entonces los tienes atrapados”.
Para comprobar si vosotros os quedáis también ‘atrapados’ con su poesía, os ofrecemos una breve selección de diez poemas con nuevas traducciones de nuestro compañero Ángel Salguero.
Carnicería
A veces al pasear ya entrada la noche
me detengo ante una carnicería cerrada.
Hay una única luz en toda la tienda
como la que ilumina al preso que cava su túnel.
Un delantal cuelga del gancho:
sobre él las manchas de sangre forman un mapa
de los grandes continentes de sangre,
los grandes ríos y océanos de sangre.
Hay cuchillos que relucen como altares
en una iglesia oscura
a la que llevan a los tullidos y los imbéciles
para que se curen.
Hay un bloque de madera donde se rompen huesos,
limpiado y raspado: el lecho seco de un río
donde me alimentan,
donde escucho en lo profundo de la noche una voz.
Querida Helen
Hay una cosa en el mundo
que se llama pepino de mar.
No sé nada sobre él.
Sólo que me suena a frío y salado.
Creo que hoy me gustaría
una ensalada con estos pepinos.
Eso sí, tendría que bucear a por ellos
en las profundidades traicioneras
mientras tú troceas el ajo
y pruebas el vino blanco
sobre el que cae la noche.
Yo debería estar pronto de vuelta
con esos encantadores y verdes vegetales
del mar infestado de tiburones.
Los diablos
Tú eras una “víctima del anarquismo semirromántico
en su forma más irracional”.
Yo me sentía “inquieto en un mundo ambiguo
abandonado por la Providencia”. Bebimos ginebra
e hicimos el amor por la tarde. Las televisiones
de los vecinos sintonizaban culebrones.
Las parejas infelices hablaban poco.
Había pausas interminables.
Música de órgano suave. Alguien tosía.
“Es como El sueño de Strindberg”, dijiste.
“¿El qué?”, pregunté y no obtuve respuesta.
Estaba mirando a una araña en el techo.
Era como las que Santa Verónica comió en su martirio.
“Aquella mujer sobrevivió sólo a base de arañas”,
le dije al conserje cuando vino a arreglar el grifo.
Llevaba un mono sucio y un bombín.
Una vez estuvo interno en una célebre institución estatal.
“Ya no soy Jesús”, nos informó sonriente.
Ahora sólo creía en los diablos.
“Este edificio está repleto de ellos”, nos contó.
Uno podía verles los cuernos y las colas
si les pillaba en el baño.
“Lleva Los años oscuros en su cerebro”, dijiste.
“¿Quién?”, pregunté y no obtuve respuesta.
La araña tenía el comienzo de una tela
sobre nuestras cabezas. El mundo estaba en silencio
excepto cuando uno de nosotros tomaba un sorbo de ginebra.
Paraíso
En un barrio al que una vez llamaron La Cocina del Infierno
donde un mendigo dijo tocar el violín de Nerón
mientras ardía la ciudad en el calor del verano;
donde una peluquera que se hacía llamar Cleopatra
empuñaba las tijeras del destino sobre mi cabeza
amenazando con cortarme las orejas y la nariz;
donde un hombre y una mujer salieron a caminar desnudos
por uno de los callejones oscuros al amanecer.
Debo estar soñando, me dije.
Fue como encontrarme con una pareja de esfinges.
Esperaba que tuvieran alas, cuerpos de leones:
Él, con su torso furiosamente tatuado;
Ella, con sus enormes pechos colgantes.
¡Sucedió tan deprisa y hace tanto tiempo!
¿Sabes ese instante justo antes de romper el alba
cuando uno anhela acostarse entre sábanas frescas
en una habitación con las persianas bajadas?
La hora en que los hermosos suicidas
acostados uno al lado del otro en la morgue
se levantan y caminan hacia la primera luz.
Las cortinas de hoteles baratos volándose por las ventanas
como gaviotas, pero todo lo demás en silencio…
Vapor brotando de los respiraderos del metro…
Cuerpos relucientes de sudor…
¡Una locura y, podría decirse, el paraíso!
Niño desaparecido
Tú, el de la foto polvorienta y descolorida por el sol,
te vi hace veinte años
en el escaparate de una tintorería,
volví a pensar en ti esta noche
sentado junto a la ventana,
mirando la calle,
como habría hecho tu madre cada noche,
y aún puede que lo haga, por lo que sé.
El cielo nublado, y ahora incluso
la lluvia comienza a caer
sobre la misma vieja ciudad, la misma vieja calle
con su tienda apenas iluminada y el cierre echado,
y tu rostro delgado y pálido
al lado del poster de un baile de los bomberos.
Los relojes de los muertos
Una noche fui a hacerle compañía al reloj.
Su tictac era más fuerte después de medianoche
como si tuviese un miedo inusual.
Es como silbar al pasar junto a un cementerio,
le expliqué.
En cualquier caso, le dije que lo comprendía.
Una vez hubo relojes así
en cada cocina de América.
Ahora todas las ventanas de la fábrica están rotas.
Los veteranos del turno de noche están en la barca de Caronte.
El día que te pares, le dije al reloj,
las ruedecitas que tenían en reserva
habrán salido rodando
por muchos sitios difíciles de localizar.
Pensando en ello me olvidé de dar cuerda al reloj.
Nos despertamos en la oscuridad.
Qué callada está la ciudad, dije.
Como los relojes de los muertos, contestó mi mujer.
Viejo reloj en la pared,
escuché cómo las nieves de tu infancia
comenzaban a caer.
Explicando unas cuantas cosas
Todo gusano es un mártir,
todo gorrión está sometido a la injusticia,
dije a mi gato,
ya que no había nadie más alrededor.
Llueve. Aun con sus enormes ejércitos,
¿qué pueden hacer las hormigas?
¿Y la cucaracha en la pared
como un camarero en un restaurante vacío?
Me voy al sótano
a acariciar a la rata cazada en la trampa.
Tú vigila el cielo.
Si se despeja, araña la puerta.
La pulga del amor
Le cogió una pulga
de su axila
para guardarla
y atesorarla
en una caja de cerillas.
Hasta se pinchaba el dedo
de vez en cuando
para alimentarla
con gotas de sangre.
El tema de Emily
Mis queridos árboles, ya no os reconozco
bajo esa luz invernal.
Me recordasteis algo que no me hace falta alguna:
El mundo es viejo, siempre ha sido viejo,
no tiene nada nuevo en esta tarde.
El jardín podría haber sido el escaparate cerrado
de una tienda de empeños que yo estudiaba
con todos sus objetos cubiertos de polvo.
Autores anónimos escribían cada uno de
mis pensamientos. Cada vez que aprietan una tecla
cubierta de telarañas en la máquina, me estremezco.
Por suerte hoy anocheció rápidamente.
Pronto los vecinos estaban quemando hojarasca,
y quizá alguna otras cosas también.
Después vi correr a los niños alrededor del fuego
y sus rostros parecían diabólicos ante sus llamas.
Fantasmas
Es el señor Brown con mucho mejor aspecto
que el que tenía en la morgue.
Me ha traído una carpa enorme
envuelta en un sanguinolento papel de periódico.
Qué visita más extraña.
Hacía años que no pensaba en él.
Le acompañan Linda y también Sue.
Dos vagos recuerdos pálidos y elegantes
cogidos de la mano.
Hasta su pintalabios es reciente
a pesar de toda la evidencia científica
en su contra.
¿Va a cocinar Linda el pescado?
Se gira y dirige la vista hacia
la cocina mientras Sue
sigue mirándome con pesar.
No me creo nada de todo esto
y aun así me muero de miedo.
No sé cómo responder,
así que no hago nada.
Las ventanas están abiertas. El aire,
espeso con el aroma de las magnolias.
Caen gotas de lluvia vespertina
de la oscuridad y las pesadas hojas.
Respiro hondo; cierro los ojos.
Queridos espectros, no siquiera creo
que estéis aquí, así que ¿cómo puede ser
que me hagáis comprender
cosas que preferiría no saber aún?
Es la forma en que miráis más allá de mí
a lo que debe ser mi propio fantasma,
antes de retiraros,
tan inesperadamente como llegasteis,
sin que ninguno de nosotros rompa el silencio.