Francisca Aguirre, buscando un refugio entre libros
Una nueva antología de Olé Libros recorre el paisaje vital y poético de la autora alicantina Francisca Aguirre con poemas seleccionados por la propia poeta y su hija, Guadalupe Grande
ÁNGEL SALGUERO
La poesía de Francisca Aguirre es un viaje de regreso sin escalas a los paisajes dibujados por el recuerdo. Muchos de sus poemas, como explica su hija, Guadalupe Grande, nacen del «retorno a la infancia, a la pasión, a los lugares míticos como Ítaca, la cultura grecolatina y el amor por la pintura». La memoria, también, se convierte una «obsesión» en blanco y negro que no le deja olvidar ni las injusticias de la guerra y la posguerra, ni la suerte de los exiliados y los desposeídos.
Todos estos temas se reflejan en la nueva antología poética Prenda de abrigo, publicada por la editorial valenciana Olé Libros en su colección Vuelta de Tuerca. Se trata de un libro especial, el número 300 de la colección, y está dedicado a una poeta también con personalidad propia para quien los libros, precisamente, fueron su ‘abrigo’ y su apoyo durante los años más oscuros de la infancia. «Lo cuenta en El último mohicano, donde habla de esos tres libros que les trajeron en la primera Navidad en que no estuvo su padre, y cuenta cómo la página se convirtió en refugio y trampolín frente a un mundo tan brutal como fue el de la posguerra para las hijas de republicanos represaliados», asegura Guadalupe Grande.
Ambas, madre e hija, trabajaron juntas en la selección de poemas, aunque Francisca Aguirre, fallecida el pasado mes de abril, no ha llegado a verla publicada. «No queríamos ordenarla cronológicamente, sino seguir el hilo de la memoria personal, civil e intelectual», señala. Y si hay algo grabado a fuego en sus versos es el dolor y la pérdida de una infancia robada por la guerra, el exilio y la represión, reflejados en poemas como Frontera.
«Mi madre no tenía rencor», afirma Grande, «pero no olvidó hasta el último día. No se libró de la angustia de ver dónde estábamos y qué había pasado para que la vida no hubiese sido más correcta. Porque no lo ha sido. Ella consideraba que se había producido un incumplimiento histórico y si el país hubiese hecho otro pacto con su memoria, quizá no se habría visto obligada a preguntarse en cada uno de sus libros, una y otra vez, dónde ha quedado el exilio, los que no volvieron, los que fueron enterrados y aún siguen enterrados, dónde está Federico…».
El asesinato de su padre, ejecutado en 1942 por la dictadura franquista, añade, «no tuvo ni tendrá fecha de caducidad. Una cosa son las heridas personales, afectivas e íntimas, y otra las heridas cívicas. No está en manos del Estado que tú rellenes la ausencia de tu padre, pero sí puede dignificarla… Fue el Estado el que reconoció en Francia el lugar que les correspondía a los que lucharon en la resistencia. Y es ese Estado el que no reconoce en España quiénes fueron las víctimas del fascismo hasta cinco minutos después de que muriera el dictador».

Guadalupe Grande junto al editor Toni Alcolea de Olé Libros.
La suya fue una familia que respiraba poesía. Casada con el también poeta Félix Grande, fallecido en 2014, Paca Aguirre escribía «cuando podía». Mientras su marido necesitaba silencio y reclusión, ella pensaba sus versos entre coladas y visitas al mercado. «Mi madre escribía muchos poemas de memoria», recuerda Guadalupe Grande. «No es gratuito que empezara a producir desaforadamente desde el momento en que se vio libre de otro tipo de responsabilidades. Entre principios de los noventa y el final de su vida casi publicó la mitad de su obra. Porque de repente tuvo tiempo. Cuando se jubiló me llamaba a las diez de la mañana para decirme: ‘Me acabo de levantar, estoy desayunando y no voy a hacer nada excepto lo que quiera’. Entonces tenía 64 años y había trabajado desde los 14, como se hacía entonces, ocupándose también de la casa».

Portada de la antología ‘Prenda de abrigo’ de Francisca Aguirre
Dice la leyenda que Francisca Aguirre tuvo una revelación tras descubrir la obra del poeta griego Constantino Cavafis que le llevó a deshacerse de casi todo lo que había escrito hasta entonces. «En toda narrativa poética hay una necesaria parte de imaginación y otra de realidad. Y digo imaginación y no mentira», asegura Grande. «Todo lo que contaba mi madre, al igual que mi padre, estaba transmutado por el proceso poético, que tiene sus propias leyes. Yo no sé exactamente si mi madre se deshizo de casi todos los poemas que había escrito antes de leer a Cavafis. Pero sí hubo un cambio, una revelación. Hay algo de real y en algún momento sí que entró en aquella panadería con los poemas que no le gustaban y los hizo quemar en el horno. Eso no quiere decir que se desprendiera radicalmente de todo, o que considerara que lo que había hecho hasta entonces fuera una basura».
Guadalupe Grande es también artista y poeta. Para ella, la vida diaria con dos ‘profesionales’ del oficio era «ecosistema» y lo extraño, asegura, «era lo otro. Que la gente no leyera, que no tuviera la casa llena de gente. Mucho tiempo después te das cuenta del gran regalo que era, como deben serlo las familias del teatro, que son más frecuentes, o las de abogados, que son también habituales, aunque quizá no tan divertidas. Era intenso, porque la época era intensa, llena de deseos de cambiar el mundo y de conciencia política. La palabra ideología no daba miedo, sino todo lo contrario».
Pocos meses antes de su fallecimiento, Francisca Aguirre recibió el Premio Nacional de las Letras. «Y le alegró por muchos motivos», señala su hija. «Primero, porque supo que el jurado había dicho que era machadiana y eso la tenía fascinada, como si le hubiesen concedido la medalla al mérito de los caballeros franceses. Y luego porque la llamaban muchos amigos para felicitarla y eso le encantaba. Que la gente que la quería se acordase de ella le daba mucho gozo». Por otra parte, cuenta Grande, «los premios no le importaban demasiado. Y no era una cuestión de falsa vanidad. Mi madre entendía que el éxito consistía en que la gente te leyera, en que fueras parte del imaginario colectivo de las personas. Y su poesía, como la de tantas otras mujeres y poetas fuera de canon, no lo era. Te pueden dar el Nobel, pero si los libros no se distribuyen, si no se leen, si no estás entre las lecturas de los adolescentes… ¿a quién le importa?».