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James Tate: El arte de hallar lo extraordinario en lo ordinario

ÁNGEL SALGUERO
El mundo del poeta norteamericano James Tate (1943-2015) está lleno de paradojas, casualidades, pequeñas tragedias, instantes cómicos y giros inesperados de guion. “No sólo ha escrito muchos buenos poemas”, aseguraba en Paris Review el también poeta Charles Simic, “sino que lo ha hecho de tantas maneras diferentes y originales que no se me ocurre nadie que se le acerque”.

Los críticos, tan aficionados a poner etiquetas, solían calificarle de ‘surrealista’ pero si efectivamente lo es, señalaba Simic, “pertenece a la misma variedad de surrealismo que Buster Keaton”.  Porque Tate, subraya, “es uno de nuestros grandes maestros cómicos”.

“El desafío es encontrar lo mejor de las gilipolleces ordinarias”, aseguraba el propio Tate en uno de sus poemas. En otras palabras, se trata de buscar lo extraordinario que se esconde entre lo más ordinario.

James Tate en una imagen de 2011.

James Tate en una imagen de 2011.

Su estilo, siempre inventivo y divertido, fue evolucionando a través de las décadas hasta desembocar en una suerte de relatos líricos en los que, literalmente, cualquier cosa podía suceder. “La comedia y la tragedia comparten escenario. Eso es así en los mejores poemas. Nunca sabes hacia dónde van a tirar. Uno puede empezar con tragedia y acabar en comedia, o al revés”, afirmaba Tate en su conversación con Simic en Paris Review.

Y añadía: “Las yuxtaposiciones sorprendentes, por supuesto, son algo maravilloso. Y la inversión de las expectativas. Me gusta comenzar con un hombre sentado en un banco sin que ocurra nada, y de repente pasa por delante una mujer y toda su vida cambia y queda a merced de una tremenda conmoción que jamás habría previsto o imaginado encontrarse. Me gusta comenzar con lo ordinario y luego darle un empujoncito, y luego pensar: ¿Qué pasa ahora? ¿Qué pasa ahora? Y se descontrola hasta que al final es prácticamente una persona que nunca habría soñado ser”.

Os ofrecemos aquí cuatro poemas de ‘The Government Lake’ (El lago del Gobierno), el libro póstumo de James Tate publicado en 2019 y aún inédito en español. Entre ellos, podéis leer el último poema escrito por este autor, Sin título, que fue hallado tal cual en un folio que aún estaba en su máquina de escribir.

“Me encantan mis poemas graciosos”, comentaba James Tate a Charles Simic, “pero prefiero romperte el corazón. Y si puedo hacer las dos cosas en el mismo poema, eso es lo mejor. Si al principio del poema te reíste y casi te llevo a las lágrimas al final, eso es lo mejor. Es lo más gratificante para ti y para mí también. En el fondo yo quiero ser serio, pero no puedo evitar la parte cómica. Me sale automáticamente. Y si puedo incluir las dos, eso es lo que persigo”.

 

Mi nueva mascota

Era Acción de Gracias y no había nadie por la calle. Yo estaba en
el centro y no había nada abierto. Estaba solo porque nadie me había invitado a cenar.
No tenía familia cercana. No es que no tuviera amigos. Es sólo que
se habían olvidado de mí. Anduve por las calles sin sentir lástima por
mí mismo, de hecho muy feliz por estar vivo, cuando me di cuenta de que
un perro me seguía. No era más que un chucho, pero tan mono.
Me paré para dejar que me alcanzara y empecé a acariciarle.
Parecía que le gustaba. Comenzamos a caminar juntos. Al llegar a mi coche
lo recogí y lo metí dentro. Fuimos hasta mi casa, que estaba casi
en el campo, a unos cinco kilómetros de la ciudad. Le dejé salir y se fue para dentro.
Meneó la cola y corrió por la casa, explorando. Yo fui a la cocina
y nos preparé unos perritos calientes y alubias al horno. Puse las suyas en un cuenco
y le llamé para cenar. Comimos en la mesa del comedor, con el perro justo
al lado de mi silla. Al acabar recogí los platos y los lavé.
Luego fui a echarme una siesta. El perro saltó a la cama
y se tumbó a mi lado. Decidí llamarle Acurruque. Dormimos durante una
hora más o menos y nos levantamos. Encontré una pelota y empecé a lanzársela.
Me la volvía a traer cada vez. Luego tuve que ponerme a trabajar. Me instalé
en la mesa y abrí mi cuaderno. Me concentré en los problemas que tenía
durante una hora o así hasta que me di cuenta de que Acurruque luchaba con una serpiente negra
de un metro. No me explicaba de dónde había salido. Acurruque la lanzaba al
aire. Entonces, de repente, la serpiente se enrolló en el cuello de Acurruque
y Acurruque se estaba ahogando. Me puse de pie y agarré a la serpiente con todas mis fuerzas
y la solté y la estampé contra el suelo. La serpiente se alejó arrastrándose
hasta mi dormitorio, pero Acurruque murió allí mismo en mis manos. Lo dejé
en el sofá y me fui al dormitorio en busca de la serpiente, mi
nueva mascota.

(Traducción de Ángel Salguero)

Lee el original

 

 

El lago del Gobierno

El camino hasta la tienda de juguetes estaba bloqueado por un árbol caído
sobre la calzada. Había un policía dirigiendo el tráfico hacia una
calle secundaria. Le pregunté: “¿Qué ha sucedido?”. Dijo:
“Un rayo esta noche”. Giré y circulé por la calle
buscando la manera de regresar. Otras calles estaban bloqueadas por
árboles caídos, y no podía hallar el camino de vuelta a la tienda de juguetes.
Seguí conduciendo y pronto me encontré en las afueras de la ciudad.
Me incorporé a la autopista y circulé, y pronto me olvidé de la tienda de juguetes
y de lo que se suponía que iba a comprar allí. Conduje como hipnotizado,
sin prestar atención a las señales de desvíos. Debí haber conducido
un par de horas antes de despertar. Tomé entonces la siguiente salida
y no tenía ni idea de dónde estaba. Circulé por una vía recta bordeada
por árboles con granjas a cada lado. Había un lago al
final de la vía. Me detuve y aparqué. Me bajé y
me puse a caminar. Había varios embarcaderos en la orilla.
Caminé por uno de ellos y vi a los patos nadando y zambulléndose.
Había algo balanceándose en medio del lago. Me quedé mirándolo
un buen rato hasta que me di cuenta de que era la cabeza de un hombre.
Luego, un instante después, era un coco. No, era un viejo neumático
flotando boca arriba. Me di por vencido y comencé a fijarme en
los patos. De repente rompían a volar en círculos sobre el lago y
volvían a bajar y aterrizaban en el agua. Era muy entretenido.
Un hombre se me acercó por detrás y dijo: “Este lago del Gobierno
está vetado al público. Tiene que marcharse”. Yo dije:
“No sabía que era un lago del Gobierno. ¿Por qué tiene que estar
vetado?”. Él dijo: “Lo siento. Tiene que marcharse”.
“Ni siquiera sé dónde estoy”, dije. “Aun así tiene que
marcharse”, dijo él. “¿Y qué hay de aquel hombre?”, dije
señalando al neumático. “Está muerto”, dijo él. “No, no lo está.
Acabo de ver cómo movía un brazo”, dije. Él sacó la pistola de
su cartuchera y disparó un tiro. “Ahora está muerto”, dijo.

(Traducción de Ángel Salguero)
Lee el original

 

Casada con el hombre equivocado

Dije que lamentaba mucho todos los inconvenientes que le había ocasionado.
Ella dijo que no me preocupara. Le ofrecí una copa.
Ella dijo que una copa estaría bien. Nos sentamos en el sofá.
Le pregunté otra vez cómo se llamaba. Ella dijo: “Matilda, como en
la canción”. Yo dije: “Nunca había conocido a una Matilda. Es un nombre
fantástico”. “Mi madre siempre quiso ir a Australia, pero ponerme
Matilda fue lo más cerca que llegó”, dijo ella. “¿Por qué
me salvaste allá?”, dije. “Parecías un buen hombre”, dijo.
“Gracias, acabo de cortarme el pelo”, dije. Ella se rio.
“Creo que me gustarías incluso sin corte de pelo”, dijo. “Es
muy generoso de tu parte”, dije. “Sólo expreso la verdad”, dijo ella.
“¿Siempre?”, dije. “No, sólo cuando me apetece”, dijo ella.
“Oh, me andaré con cuidado entonces”, dije. “No tienes por qué”,
dijo ella. “¿Y eso?”, dije. “Ya te lo he dicho, me gustas”, dijo ella.
“¿Puedo besarte?”, dije. “Si quieres”, dijo ella. De modo que la besé.
Y la volví a besar más. Nos besamos hasta que la cabeza nos dio
vueltas. “Ha estado genial”, dije. “No pares”, dijo ella. Entonces
la llevé a la cama. Hicimos el amor gran parte de la noche y fue
un gozo. Cuando despertamos por la mañana había una tormenta.
Ella dijo: “Tengo que marcharme”. Yo dije: “¿Por qué? Espera a que acabe
la tormenta”. Ella dijo: “No puedo, estoy casada”. “Oh”, dije, “eso
lo cambia todo”. “Lo siento”, dijo ella, “debería habértelo dicho”.
“Supongo que entonces nada de esto habría sucedido”, dije. “Seguramente
no”, dijo ella. Metió la mano en su bolso y sacó un revólver.
“Y ahora tengo que matarte. Lo siento”, dijo ella. “No le diré
a nadie lo que ha pasado, lo prometo”, dije. “No es por eso. Es que
si sigues aquí querré volver a acostarme contigo. Me gustas
de verdad y no puedo arriesgarme”, dijo ella.” “¿Por qué no dejas
a tu marido?”, dije. “No puedo. Estamos casados de por vida y,
además, él es inmortal”, dijo. “¿Es qué?”, dije. “Es
inmortal. Lo sé. He tratado de envenenarle tres veces y le he disparado
dos veces en el corazón. No le hace nada”, dijo ella.
“Además, es terriblemente celoso y tiene mal humor”. “Es
una lástima, de veras, pero no tienes por qué matarme. Podemos
decirle que sólo somos amigos”, dije. “Pero él sabe cuándo le miento”,
dijo ella. “Pues nada, dispárame”, dije. Me apuntó la
pistola a la cabeza, y luego dijo: “No puedo hacerlo”. “¿Por qué no?”,
dije. “Porque no me quedan balas”, dijo ella.

(Traducción de Ángel Salguero)
Lee el original

 

Sin título

Me senté a mi escritorio y pensé en todo lo que había logrado
este año. Gané el concurso de comer perritos calientes en Rhode Island.
No, no es cierto. Bromeaba. Fui el campeón de echar pulsos
en Portland, Maine. Falso. Cacé la mayor boa constrictor
en el sur de Brasil. En mis sueños. Construí la casa más grande
con cerillas de todo Estados Unidos. ¡Vaya! Atrapé
a un lobo por la cola. ¡Yupi! Me casé con la Princesa de Mónaco.
¿Qué os parece? Me caí del Monte Everest. ¡Ay! Volví
a subir. Fue agotador. Zzzzz. Logré un récord por sentarme
en mi silla y roncar más tiempo que nadie. ¡Despierta! Logré un récord
por nadar de un extremo a otro de mi bañera en el condado de Inútil,
Nebraska. Buff. Leí un libro escrito por una paloma. ¡Genial! Dormí
día y noche en mi silla durante treinta años. ¡Uf! Comí una
hamburguesa con queso al día durante un año. No quiero hacerlo más.
Me mordió una trucha mientras lavaba los platos. Pero se me escapó.
Sobrevolé mi ciudad y no reconocí a nadie. Tanto tiempo
había pasado. Un policía me detuvo en la calle y me dijo
que lo sentía. Buscaba a alguien que era clavado a mí
y se llamaba igual. ¿Qué probabilidades hay?

(Traducción de Ángel Salguero)
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