‘Johnny Panic y la Biblia de los Sueños’, un relato de Sylvia Plath
Coincidiendo con las fechas de Halloween —una costumbre que tiene sus orígenes en la antigua festividad celta de Samhain, en la que se encendían hogueras y la gente se disfrazaba para ahuyentar a los fantasmas— rescatamos ‘Johnny Panic y la Biblia de los Sueños’, uno de los mejores relatos de la poeta Sylvia Plath en el que explora precisamente los fantasmas del inconsciente en un tono oscuro y surrealista.
Cada día, de nueve a cinco, me siento al escritorio de cara a la puerta del despacho y paso a máquina los sueños de los demás. No sólo los sueños. Eso no sería lo bastante útil para mis jefes. Escribo, también, las lamentaciones que los demás se hacen durante el día: problemas con la madre, problemas con el padre, problemas con la bebida, la cama, la jaqueca que irrumpe en el hogar y nubla el dulce mundo sin razón aparente. Nadie viene a nuestra consulta a menos que tenga problemas. Problemas que no sólo pueden diagnosticarse con un test Wasserman o un Wechsler-Bellvue.
Quizás a un ratón se le ocurra pensar prematuramente que el mundo lo rigen estos enormes pies. Bueno, desde donde estoy sentada imagino que el mundo se rige por una cosa y sólo una. El pánico con rostro de perro, rostro de diablo, rostro de bruja, rostro de puta; el pánico con letras mayúsculas y sin rostro alguno…, siempre el mismo Johnny Panic, despierto o dormido.
Cuando la gente me pregunta dónde trabajo, les digo que soy asistenta del secretario de uno de los ambulatorios del hospital municipal. Esto suena tan rotundo que rara vez llegan a preguntarme más acerca de lo que hago, y lo que hago mayormente es pasar historiales a máquina. Sin embargo, por propia iniciativa y siempre a escondidas, me consagro a una vocación que dejaría helados a los médicos. En la intimidad de mi apartamento de una sola habitación no me considero secretaria más que del mismísimo Johnny Panic.
Sueño a sueño, me preparo para llegar a ser ese singular personaje, más singular, en verdad, que cualquier miembro del Instituto Psicoanalítico, una especialista en sueños. No una inhibidora de sueños, ni una interpretadora de sueños, ni una explotadora de sueños para las estúpidas finalidades prácticas de la salud y la felicidad, sino una desinteresada coleccionista de sueños por mor de ellos mismos. Una amante de los sueños por el amor de Johnny Panic, Hacedor de todos ellos.
No hay un solo sueño que haya pasado a nuestros archivos que no sepa de memoria. No hay un solo sueño que no haya copiado en casa en la Biblia de los Sueños de Johnny
Panic.
Tal es mi verdadera vocación.
Algunas noches tomo el ascensor hasta la azotea de mi casa. Algunas noches, alrededor de las tres de la madrugada. Por encima de los árboles, en el otro extremo del parque, la antorcha de la United Fund vacila y se recupera por algún oscuro impulso invisible, y, aquí y allá, entre las moles de piedra y ladrillo, percibo una luz.
Pero, sobre todo, siento que la ciudad duerme. Que duerme desde el río, al oeste, hasta el océano, al este, como alguna isla desarraigada acunándose en la nada.
Puedo estar tensa e inquieta como la primera cuerda de un violín, y, sin embargo, cuando el cielo empieza a clarear, ya estoy lista para dormir. Es pensar en todos esos soñadores y en lo que están soñando lo que me agota hasta hacerme dormir el sueño de la fiebre. De lunes a viernes no hago sino pasar a máquina esos mismos sueños. Claro que no conozco ni una mínima parte de los sueños de la ciudad, pero página a página, sueño a sueño, mis cuadernos de notas engordan y amenazan con hundir las estanterías del armario del angosto pasillo que se extiende paralelo al vestíbulo, y al que dan las puertas de todos los pequeños cubículos en que los médicos atienden sus consultas.
Tengo el extraño hábito de identificar por sus sueños a la gente que viene. En lo que a mí respecta, los sueños los singulariza más que cualquier nombre de pila. Un tipo, por ejemplo, que trabaja para una empresa de rodamientos de la ciudad, sueña cada noche que yace bocarriba con un grano de sal en el pecho. Poco a poco, el grano de sal se agranda y agranda hasta hacerse enorme como una casa de tamaño considerable e impedirle respirar. Otro sujeto al que conozco tiene cierto sueño desde que le dieron éter y le extrajeron las amígdalas y las vegetaciones, cuando era niño. En dicho sueño es atrapado por las ruedas de un molino de algodón y lucha por salvar la vida. Oh, no está solo, aunque él así lo cree. Hoy en día mucha gente sueña que es atropellada o engullida por máquinas. Son esos aprensivos que temen montarse en un metro o entrar en un ascensor. Al volver de la cafetería del hospital, tras la hora del almuerzo, suelo cruzarme con ellos, que suben resoplando la polvorienta escalera de piedra que conduce a nuestra consulta de la tercera planta. A veces me pregunto con qué soñaba la gente antes de que se inventaran los rodamientos y los molinos de algodón.
Tengo un sueño propio. Mi sueño. Un sueño de sueños.
En dicho sueño hay un enorme lago semitransparente que se extiende en todas direcciones, tan grande que mi vista no alcanza a divisar sus márgenes, si es que los tiene, y yo estoy suspendida sobre él, mirando hacia abajo desde el vientre de vidrio de algún helicóptero. En el fondo del lago —tan profundo que sólo puedo hacer conjeturas sobre las masas oscuras que se mueven y elevan— están los verdaderos dragones. Los que ya existían antes de que el hombre empezara a vivir en cuevas, cocinara carne en fogatas, e inventara la rueda y el alfabeto. Enorme no es la palabra que los define; tienen más arrugas que el mismo Johnny Panic. Si sueñas con ellos mucho tiempo, las manos y los pies se te marchitan cuando los miras de muy cerca. El sol se reduce al tamaño de una naranja, sólo que más fría, y te parece que vives en el manicomio desde la última glaciación. No hay más lugar para ti que la habitación blandamente forrada, como la primera habitación que conociste, y en la que puedes soñar y flotar, flotar y soñar, hasta que finalmente estás de vuelta entre esas gentes disparatadas y cualquier sueño carece de sentido.
Es a este lago al que huyen por la noche las mentes de la gente, arroyos y canales que van a dar a un mismo y vasto embalse. No se parece en nada a esas fuentes puras de azul centelleante de agua potable que los suburbios custodian con más celo que el diamante Hope en medio de bosques de pinos y alambradas.
Transparencia aparte, esta es la madre de todas las depuradoras.
Porque el agua de este lago apesta con los vapores de los sueños que flotan en él desde hace siglos. Basta pensar en cuánto espacio han de ocupar los parajes en que transcurren los sueños de una sola persona en una sola noche en una ciudad que no es más que un alfilerazo en un mapa del mundo, y multiplicar ese espacio por la población mundial, y el producto a su vez por el número de noches transcurridas desde que los primates transformaron la piedra en hacha rudimentaria y perdieron el pelo, para hacerse una idea de lo que quiero decir. Las matemáticas no son lo mío: me mareo sólo con calcular el número de sueños que se sueñan en una noche en el Estado de Massachusetts.
Para entonces, ya empiezo a ver la superficie del lago hormigueante de serpientes, cadáveres hinchados como peces globo, embriones humanos flotando en círculos en frascos de laboratorio como tantos mensajes inconclusos del gran «Yo Soy». Veo almacenes llenos de quincalla: cuchillos, cortapapeles, pistones, lengüetas y cascanueces; los brillantes capós de los coches surgiendo amenazadores, con ojos de vidrio y dientes siniestros. También están el hombre araña y el hombre palmípedo de Marte, y la simple, lúgubre visión de un rostro humano que se aparta para siempre, a pesar de los anillos y los votos, de la última de las amantes.
Una de las formas más frecuentes de esta resaca es tan trivial que parece estúpido mencionarla. Es una partícula de suciedad. Las aguas espesas están cubiertas de ellas. Se cuelan con todo lo demás y se revuelven por efecto de algún extraño poder propio, opacas, ubicuas. Llámesele como se quiera, Lago Pesadilla, Ciénaga de la Locura, es aquí donde los durmientes yacen y se agitan juntos entre los escenarios de sus peores sueños; una gran hermandad, si bien, al despertar, cada uno de ellos se cree singular, enteramente aparte.
Éste es mi sueño. No lo hallaréis consignado en ningún historial clínico. Pues bien, la rutina en nuestra consulta es muy distinta de la del departamento de dermatología, por ejemplo, o el de oncología. Los demás departamentos se parecen mucho unos a otros; ninguno es como el nuestro. En nuestra consulta el tratamiento no se prescribe. Es invisible.
Se sigue en esos pequeños cubículos, cada uno con su escritorio, sus dos sillas, su ventana y su puerta con el rectángulo de vidrio opaco en la madera. Hay una cierta pureza espiritual en este tipo de tratamiento. No puedo evitar sentir el privilegio especial de mi posición como secretaria asistente en la clínica psiquiátrica para adultos.
Mi amor propio se reafirma con las bruscas invasiones de nuestros cubículos por otros departamentos que tienen lugar ciertos días de la semana, por falta de espacio: nuestro edificio es muy viejo, y nuestros medios no han crecido al ritmo creciente de nuestras necesidades en estos tiempos. En tales días de agolpamiento, se subraya el contraste entre nosotros y las otras clínicas.
Los martes y los jueves por la mañana, por ejemplo, tenemos punciones lumbares en uno de nuestros consultorios. Si la enfermera deja por casualidad la puerta del cubículo abierta, lo que sucede con frecuencia, puedo vislumbrar el extremo de la camilla blanca y los sucios pies de plantas amarillas del paciente sobresaliendo bajo las sábanas. A pesar de lo desagradable que me resulta esta visión, no puedo apartar los ojos de los pies desnudos, y me descubro levantando la mirada de la máquina de escribir cada tantos minutos para ver si aún están ahí o si al menos han cambiado de posición. Podéis imaginar qué distracción me supone en medio del trabajo. A menudo tengo que releer varias veces lo que he escrito, bajo pretexto de una cuidadosa corrección, para memorizar los sueños que he transcrito de la voz del doctor en el dictáfono.
La contigua clínica de neurología, destinada a la resolución más grosera y falta de imaginación de nuestros casos, también nos molesta por las mañanas. Por las tardes usamos sus oficinas para terapia, ya que sólo trabajan por la mañana, pero oír a su gente llorar, o cantar, o parlotear a gritos en italiano o chino, como suelen hacer, sin descanso durante cuatro horas seguidas cada mañana, no ayuda precisamente a concentrarse.
A pesar de las interrupciones de las otras clínicas, mi propio trabajo avanza a buen ritmo. Quedan lejos los tiempos en que me limitaba a copiar lo que viene después de que el paciente dice: «He tenido un sueño, doctor». He llegado al punto de recrear sueños que ni siquiera están transcritos. Sueños que se anuncian de la manera más vaga, pero que permanecen ocultos ellos mismos, como una estatua bajo el terciopelo rojo antes del grandioso descubrimiento.
A modo de ilustración. Una mujer vino con la lengua hinchada y tan salida que tuvo que abandonar una fiesta que estaba dando para una veintena de amigos de su suegra francocanadiense y ser ingresada a toda prisa en nuestra sala de urgencias. En su opinión, ella no pretendía sacar la lengua y, a decir verdad, era algo que la ponía en situación muy embarazosa, pero odiaba a su suegra francocanadiense más que a un cerdo, y su lengua era fiel a su fuero interno, aunque el resto de ella no lo fuera. Ahora bien, no declaraba haber tenido sueños. Pero sobre la base de los simples hechos escritos, puedo intuir que tras ellos se perfilan los contornos y la promesa de un sueño.
Así que me apresto a arrancar este sueño que se esconde cómodamente
bajo su lengua.
Cualquiera que sea el sueño que desentierre, con trabajo, oneroso trabajo, e inclusive con alguna especie de plegaria, siempre encuentro una huella digital en una esquina, un detalle avieso a un lado, la sonrisa incorpórea de un gato Cheshire suspendida en el aire, que apunta a que todo el trabajo es obra del genio de Johnny Panic, y de nadie más que él. Es taimado, sutil, repentino como el trueno, sólo que se delata con demasiada frecuencia. Simplemente, no puede evitar el melodrama. El melodrama de la variedad más antigua y obvia.
Recuerdo a un tipo, un sujeto regordete con una chaqueta claveteada de cuero negro, que vino directo a nosotros de una pelea de boxeo en el Mechanics Hall, con Johnny Panic pisándole los talones. Este tipo, pese a ser un buen católico, joven y recto y todo eso, tenía un mezquino temor a la muerte. En realidad le tenía terror al infierno. Era un trabajador a destajo en una planta de fluorescentes. Recuerdo este detalle porque me pareció gracioso que trabajara ahí, siendo él, como después se supo, tan temeroso de la oscuridad. Johnny Panic introduce un elemento poético en estos asuntos que no se encuentra a menudo en otro lugar. Y por ello cuenta con mi eterna gratitud.
También recuerdo con bastante claridad el escenario del sueño que urdí para este tipo: un interior gótico en el sótano de algún monasterio que se extendiera hasta donde la vista alcanza, una de esas perspectivas infinitas entre dos espejos, con columnas y paredes construidas sólo con calaveras y huesos humanos, y en cada nicho habría un cuerpo extendido, y era el Recinto del Tiempo, con los cuerpos en primer plano todavía calientes, descolorándose y empezando a pudrirse a media distancia, y emergiendo los huesos, limpios como una patena, en una especie de brillo blanco futurístico, al final de la línea. Si mal no recuerdo, iluminé toda la escena, por un prurito de precisión, no con velas, sino con la fluorescencia de gélida claridad que hace aparecer verde la piel y virar el rosa y el rojo hacia un púrpura negruzco y mortecino.
Os preguntaréis cómo sé que éste fue el sueño del hombre de la chaqueta de cuero negro. No lo sé. Sólo creo que éste fue su sueño, y me entrego a esta creencia con más empeño, lágrimas y súplicas de los que pongo en la recreación del sueño mismo.
Mi consulta, por supuesto, tiene sus limitaciones. La mujer con la lengua salida, el tipo de Mechanics Hall…, estos son los casos más desquiciados que llegamos a tratar. Quienes de verdad han buceado hasta el fondo de ese lago cenagoso vienen una sola vez, para ser enviados a un lugar más permanente que nuestra consulta, en donde se admite al público de nueve a cinco, sólo cinco días a la semana.
Incluso aquellas personas que apenas son capaces de andar por la calle y seguir trabajando, que aún no han descendido a la mitad del lago, son enviadas al ambulatorio de algún otro hospital especializado en casos más severos. O podemos tenerlos un mes poco más o menos en nuestra propia sala de observación del hospital central, que nunca he visto.
Sin embargo, he visto a la secretaria de esa sala. Algo me hartó en el solo hecho de verla fumar y tomar café en la cafetería durante la pausa de las diez, así que nunca he vuelto a sentarme a su lado. Tiene un nombre gracioso que nunca recuerdo bien, algo realmente extraño, como señorita Milleravage. Uno de esos nombres que se parecen más a un retruécano que mezcla Milltown con Ravage que a cualquier nombre que figure en la guía telefónica. Pero no tan raro, después de todo, si alguna vez hojeasteis el listin, con sus Hyman Diddlebockers y Sasparilla Greenleafs. Yo lo repasé una vez, no importa cuándo, por una necesidad profunda que sentía de comprobar cuánta gente hay que no se apellida Smith.
En cualquier caso, esta señorita Milleravage es una mujer grande, no gorda, pero toda músculos robustos y alta para colmo. Sobre su fornida masa lleva un traje gris que me recuerda vagamente algún tipo de uniforme, sin que los detalles del corte sugieran necesariamente algo militar. Su cara, ancha como la de un buey, está cubierta de un número extraordinario de manchas diminutas, como si hubiese permanecido largo tiempo bajo el agua y se le hubiesen adherido pequeñas algas a la piel, parcheándola de verde y marrón tabaco. Estos lunares se aprecian más que nada porque la piel que los rodea es muy pálida.
A veces me pregunto si la señorita Milleravage ha visto alguna vez la saludable luz del día. No me sorprendería en lo más mínimo que la hubiesen criado desde su nacimiento con el único beneficio de la luz artificial.
Byrna, la secretaria de la clínica de alcohólicos que está al otro lado del vestíbulo, me presentó a la señorita Milleravage con la excusa de que yo «también había estado en Inglaterra». Al parecer, la señorita Milleravage había pasado los mejores años de su vida en hospitales londinenses.
«Tenía una amiga», bramó con su peculiar tono bajo y perruno, sin obsequiarme una mirada directa, «una enfermera del Bart. Intenté ponerme en contacto con ella después de la guerra, pero la enfermera jefe había cambiado, todo el personal había cambiado, y nadie sabía nada de ella. Debió desaparecer con la vieja enfermera jefe, con los trastos y todo, en los bombardeos». Acompañó esto con una enorme sonrisa.
He visto a los estudiantes de medicina cortar cadáveres, cuatro fiambres por aula, tan reconociblemente humanos como Moby Dick, y jugar los alumnos a pelota con los hígados de los muertos. He oído a tipos bromear acerca de haber cosido mal a una mujer después de un parto en el pabellón de caridad de la Maternidad. Pero no me gustaría saber qué escribiría la señorita Milleravage como la mejor broma de todos los tiempos. No, gracias. Se podría arañar sus ojos con un alfiler y jurar que se ha arañado cuarzo sólido.
Mi jefe también tiene sentido del humor, aunque más amable. Generoso como Papá Noel en la Nochebuena.
Trabajo para una mujer de edad madura llamada señorita Taylor, que es la secretaria-jefe y está desde que se fundó la clínica, hace treinta y tres años (curiosamente, los mismos que yo tengo). La señorita Taylor conoce a cada médico, a cada paciente, cada modelo desfasado de fichas de citas y pacientes y cada trámite de facturación que el hospital haya utilizado alguna vez o pensado utilizar. Tiene intención de seguir en la clínica hasta que la manden a pastar a los verdes prados de los talones del seguro social. Nunca he visto una mujer más consagrada a su trabajo. Es igual con las estadísticas que yo con los sueños: si el edificio se incendiase, lanzaría hasta el último de los libros de estadísticas a los bomberos, a costa de arriesgar su propio pellejo.
Me llevo magníficamente bien con la señorita Taylor. Lo único que no le permito es que me pille leyendo el viejo libro de historiales. En realidad tengo muy poco tiempo para esto. En nuestra consulta hay más movimiento que en la Bolsa, con los veinticinco médicos en nómina entrando y saliendo, los estudiantes de medicina haciendo prácticas, los pacientes, los parientes de los pacientes У los empleados de otras clínicas que nos envían pacientes, de modo que inclusive estoy sola a cargo del consultorio, durante la pausa del café y la del almuerzo de la señorita Taylor, rara vez logro esbozar más de una o dos notas.
Este tipo de improvisación es, como mínimo, exasperante. Muchos de los mejores soñadores están en los viejos libros, los soñadores que vienen a vernos sólo una o dos veces para ser evaluados antes de ser enviados a otro lugar. Para copiar estos sueños necesito tiempo, mucho tiempo. Las condiciones no son ni con mucho las ideales para la calmada prosecución de mi arte. Hay, por supuesto, un cierto arrojo en el hecho de trabajar en tan azarosas circunstancias, pero anhelo el rico ocio del verdadero connoisseur, que durante una hora se deleita aspirando el aroma del brandy antes de llevarse la copa a los labios.
Últimamente me sorprendo a menudo pensando el alivio que sería traer al trabajo una cartera lo bastante grande para dar cabida a uno de esos volúmenes gruesos, azules, encuadernados en tela, llenos de sueños. A la hora del almuerzo de la señorita Taylor, en el intervalo de calma antes de que médicos y alumnos entren en tropel para recibir a sus pacientes de la tarde, podría meter sin más uno de los libros, fechado diez o quince años atrás, en mi maletín, y dejarlo bajo mi escritorio hasta que dieran las cinco.
Claro que los bultos extraños son inspeccionados por el portero de las clínicas, y el hospital tiene su propio personal de vigilancia para controlar las múltiples variedades de robo que se suceden, pero por Dios santo, no pienso agenciarme máquinas de escribir o heroína. Sólo me llevaría prestado el libro durante una noche y lo devolvería a su estante a la mañana: siguiente nada más llegar, antes de que entrara alguien. De todos modos ser sorprendida llevándome un libro del hospital significaría, probablemente, perder mi empleo y todas mis fuentes de investigación con él.
Esta idea de meditar sobre un libro de historiales en la intimidad y la comodidad de mi propio piso, aun si para ello tengo que permanecer despierta noche tras noche, me atrae tanto que me vuelvo más y más impaciente con mi método habitual de robar minutos para averiguar sueños durante las medias horas que la señorita Taylor pasa fuera de la consulta.
El problema es que nunca puedo saber a ciencia cierta a qué hora va a regresar la señorita Taylor. Es tan concienzuda con su trabajo que estaría dispuesta a reducir su media hora del almuerzo y a recortar aún más los veinte minutos del café, de no ser por la cojera de su pierna izquierda. El característico sonido de esta pierna coja en el pasillo me advierte de su proximidad a tiempo para quitar rápidamente de la vista el libro de historiales que estoy leyendo y fingir que estoy dando los últimos toques a un mensaje telefónico o alguna otra coartada de ese estilo. La única pega, en lo que concierne a mis nervios, es que la clínica de amputaciones está a la vuelta de la esquina, en dirección opuesta a la clínica de neurología, y más de una vez me ha sobresaltado una falsa alarma al confundir el movimiento brusco de algún pata de palo con las pisadas de la señorita Taylor volviendo temprano al despacho.
En los días más negros, cuando apenas tengo tiempo para extraer un sueño de los viejos libros y mi trabajo de transcripción se limita a universitarias lloronas de segundo año que no pueden conseguir un papel principal en «Camino Real», siento que Johnny Panic me vuelve la espalda, pétreo como el Everest, más alto que Orión, y que el lema de la Biblia de los Sueños, «El temor perfecto excluye todo lo demás», es ceniza y agua de limón en mis labios. Soy un miserable ermitaño en un país de cerdos tan cebados que no ven el matadero al final del sendero. Soy Jeremías atormentado por las visiones en la tierra de Cockaigne.
Lo que es peor: día a día veo a estos doctores de la psique esforzarse por ganarle conversos a Johnny Panic por las buenas, por las malas o por pura charlatanería. Estos coleccionistas de sueños de ojos profundos y barbas espesas que me precedieron en la historia, y sus herederos contemporáneos de chaquetas blancas y consultorios revestidos con pino nudoso y sofás de piel, practicaron y aún practican esa acumulación de sueños por motivos mundanos: salud y dinero, dinero y salud. Para ser un verdadero miembro de la congregación de Johnny Panic uno debe olvidarse del que sueña y recordar el sueño: el que sueña es meramente un vehículo frágil del mismísimo Gran Hacedor de Sueños. Esto es lo que no harán. Johnny Panic es oro en las entrañas, y lo tratan de extirpar mediante bombas gástricas espirituales.
Tomad como ejemplo lo que le ocurrió a Harry Bilbo. El señor Bilbo vino a nuestro consultorio con la mano de Johnny Panic, pesada como un féretro de plomo en el hombro. Tenía una noción interesante de la inmundicia en este mundo. Pensé en él para un papel destacado en la Biblia de los Sueños de Johnny Panic, Libro Tercero, del Miedo, Capítulo Nueve, de la Suciedad, la Enfermedad y la Descomposición General. Un amigo de Harry tocaba la trompeta en la banda de los Boy Scouts cuando eran niños. Harry Bilbo también solía tocar la trompeta de este amigo. Años después, el amigo contrajo un cáncer y murió. Luego, un día, no hace mucho, un oncólogo fue a casa de Harry, se sentó en una silla, pasó gran parte de la mañana con la madre de este y, al marcharse, le estrechó la mano y abrió la puerta él mismo. De pronto Harry Bilbo no estaba dispuesto a tocar la trompeta, ni a sentarse en las sillas, ni a dar la mano ni aunque los cardenales de Roma se pasaran veinticuatro horas seguidas bendiciéndolo, por miedo a contraer un cáncer. Su madre tenía que pasarse el día dándole a los botones del televisor y abriendo y cerrando grifos y puertas por él. Esa cosa se te mete primero en los zapatos, y luego, cuando te quitas los zapatos, se te sube a las manos, y luego, a la hora de la cena, la tienes en la boca antes de pensarlo, y ni un centenar de avemarías pueden salvarte de la reacción en cadena.
La gota que colmó el vaso fue que Harry dejó de ir al gimnasio público a levantar pesas después de ver a un tullido ejercitándose con las mancuernas. Nunca se sabe qué gérmenes acarrean los tullidos detrás de las orejas y bajo las uñas de los dedos. Día y noche Harry Bilbo vivía consagrado al culto de Johnny Panic, devoto como cualquier sacerdote entre incensarios y sacramentos. Era hermoso a su manera.
El caso es que todos esos chapuceros de bata blanca se las arreglaron para convencer a Harry de que manipulara él mismo la televisión y los grifos, y abriera las puertas de los armarios, las puertas principales, las puertas de los muebles bar. Antes de que acabaran con él ya se sentaba en las butacas de los cines y en todos los bancos del parque Municipal, y volvió a ir cada día al gimnasio a levantar pesas a pesar de que otro tullido se aficionó a usar la máquina de remo.Al final de su tratamiento llegó a estrechar la mano del director de la clínica. En sus propias palabras, Harry Bilbo era «un hombre nuevo».La luz pura del Pánico había abandonado su rostro. Salió del consultorio condenado a la obtusa fe que estos doctores llaman salud y felicidad.
En la época de la curación de Harry Bilbo una nueva idea empieza a aflorar en mi mente. Me resulta difícil ignorarla, como a esos pies desnudos de la habitación de punción lumbar. Si no quiero correr el riesgo de sacar un libro de historiales del hospital por temor a ser descubierta y despedida y tener que acabar mi investigación para siempre, puedo acelerar el trabajo quedándome a pasar la noche en el edificio del hospital. Disto mucho de agotar las fuentes de la clínica y la insignificante cantidad de casos que puedo leer en los breves lapsos de ausencia de la señorita Taylor, durante el día no es nada comparado con lo que puedo copiar en unas cuantas noches de trabajo constante. Necesito acelerar mi trabajo al menos para contrarrestar a esos doctores.
Antes de darme cuenta, me estoy colocando el abrigo a las cinco, deseándole las buenas noches a la señorita Taylor, que por lo general se queda unos minutos más para ordenar las estadísticas del día, y deslizándome, a la vuelta de la esquina, en el servicio de mujeres. Está vacío. Me meto en el baño de los pacientes, cierro la puerta desde el interior y espero. Confío en que una de las mujeres de la limpieza de la clínica no intente echar la puerta abajo, pensándose que algún paciente se ha muerto ahí sentado. Cruzo los dedos. Cerca de veinte minutos más tarde, la puerta del retrete se abre y alguien cruza el umbral cojeando, como una gallina simulando tener una pata herida. Es la señorita Taylor, lo sé por el suspiro de resignación con que se enfrenta al ictérico ojo del espejo del lavabo. Oigo el clic-clac de varios utensilios de tocador en el lavabo, el agua que salpica, el cric de un peine sobre pelo rizado, y luego la puerta se cierra con un lento rechinar de goznes tras ella.
Tengo suerte. Cuando salgo del servicio de mujeres a las seis, las luces del pasillo están apagadas y el vestíbulo de la tercera planta está vacío como una iglesia los lunes. Tengo mi propia llave de nuestra consulta; soy la primera en entrar cada mañana, así que ése no es un problema. Las máquinas de escribir están recogidas en los escritorios, los candados puestos en los discos de los teléfonos, todo está en perfecto orden.
Al otro lado de la ventana se desvanece la última luz invernal. Sin embargo, no me descuido y enciendo una lamparita individual. No quiero que me descubra algún médico con vista de lince o el portero de los edificios del hospital, que están al otro lado del pequeño patio. El armario con los historiales está en el corredor sin ventanas que da a los cubículos de los doctores, que tienen ventanas con vista al patio. Compruebo que las puertas de todos los cubículos estén cerradas. Luego enciendo la luz del pasillo, una bombilla cetrina de veinticinco vatios ennegrecida en su parte superior. Mejor para mí, a estas alturas, sin embargo, que un altar lleno de velas. No se me ocurrió traer un bocadillo. En el cajón de mi escritorio hay una manzana que sobró del almuerzo, así que me la reservo por si llego a sentir alguna punzada hacia la una de la mañana, y saco mi libreta del bolsillo. En casa tengo el hábito de arrancar cada noche las páginas en las que he escrito durante el día en el despacho y apilarlas para copiarlas en mi manuscrito. De esta forma oculto mis huellas para que nadie que coja distraídamente mi libreta en el despacho adivine jamás la índole o el objeto de mi trabajo.
Comienzo sistemáticamente por abrir el más viejo de los libros del estante inferior. La antaño azul cubierta ya no tiene color, las páginas son manoseados y borrosos papeles carbón, pero la emoción me embarga: este libro de sueños era nuevo el día en que nací. Cuando me organice de verdad, tendré sopa caliente en un termo para las noches de pleno invierno, pasteles de pavo y bombones. Traeré al trabajo los rulos y cuatro blusas limpias en mi bolso más grande. Los lunes por la mañana, de forma que nadie notará un empeoramiento en mi aspecto ni empezará a sospechar desdichados amoríos o afiliaciones izquierdistas o mi trabajo con libros de sueños en la clínica cuatro noches a la semana.
Once horas más tarde. De la manzana no quedan ni las semillas y estoy en el mes de mayo de 1931, con una enfermera privada que acaba de abrir una bolsa de ropa sucia en el armario de su paciente y encuentra cinco cabezas cercenadas, entre ellas la de su madre.
Una corriente helada me toca la nuca. Desde donde estoy, sentada con las piernas cruzadas en el suelo, frente al armario, el peso del libro de historiales sobre mi regazo, veo por el rabillo del ojo que, a mi lado, la puerta del cubículo deja entrar una pequeña grieta de luz azul. No sólo a lo largo del suelo, sino también a un lado de la puerta. Es extraño, ya que me había asegurado antes de empezar de que todas las puertas estuvieran bien cerradas. La grieta de luz azul se ensancha y mis ojos se fijan en dos zapatos inmóviles en el pasillo con las puntas dirigidas hacia mí.
Son zapatos marrones de fabricación extranjera, con gruesas suelas reforzadas. Sobre los zapatos, unos calcetines negros de seda que dejan entrever una palidez de carne. Llego hasta las dobleces de los pantalones grises a rayas finas.
-Tch, tch —me amonesta una voz infinitamente amable desde nubosas regiones por encima de mi cabeza—. ¡Qué posición tan incómoda! Ya se le deben de haber dormido las piernas. Permítame ayudarla a levantarse. Dentro de poco saldrá el sol.
Dos manos se deslizan bajo mis brazos desde atrás y, temblando como un flan, me alzan sobre mis pies, que no siento porque, efectivamente, se me han dormido las piernas. El libro de historiales se desploma sobre el suelo con las páginas abiertas.
—Aguante de pie un momento— la voz del director de la clínica me abanica el lóbulo de la oreja derecha—. Enseguida le volverá la circulación.
Empiezo a sentir un millón de alfilerazos en mis piernas ausentes y una visión del director de la clínica se graba en mi mente. No tengo ni que mirar alrededor: la enorme tripa embutida en su chaqueta de finas rayas grises, los dientes amarillos de marmota y los ojos de macho cabrío de todos los colores, rápidos como peces tras los gruesos cristales de las gafas.
Me aferro a mi cuaderno de notas. Los últimos restos del Titanic.
¿Qué sabe él? ¿Qué sabe?
Todo.
—Sé dónde hay un buen tazón caliente de caldo de pollo —su voz es un susurro, polvo bajo la cama, ratones en la paja. Su mano se une a mi brazo izquierdo con amor paternal. Con la lustrosa punta del zapato desliza bajo las estanterías el libro de registro de todos los sueños soñados en mi ciudad natal mientras lanzaba al aire de este mundo mi primer gemido.
No nos cruzamos con nadie en la penumbra del vestíbulo. Nadie en las frías escaleras de piedra que conducen a los pasillos del sótano y en las que Billy, el chico del archivo, se abrió la cabeza una noche saltándose los escalones para hacer un recado urgentemente.
Comienzo a apretar el paso para no darle lugar a pensar que es él quien me mete prisa.
—No me puede despedir —le digo con calma—. Me voy.
La risa del director de la clínica sube resollando de los rollos de su barriga.
—No debemos perderla tan pronto— su susurro baja reptando por los pasillos encalados del sótano, resonando entre los codos de las cañerías, las sillas de ruedas y las camillas varados en la noche a lo largo de las paredes con manchas de vapor—. Nos hace más falta de lo que piensa.
Giramos y avanzamos a más velocidad y mis piernas se mueven en armonía con las de él hasta que llegamos, en algún lugar de esos inútiles túneles, a un ascensor nocturno manejado por un negro de un solo brazo. Entramos, y la puerta se cierra con un chirrido como la de un vagón-jaula, y subimos y subimos. Es un montacargas, basto y ruidoso, muy distinto de los lujosos ascensores a los que estoy acostumbrada en el edificio de la clínica.
Bajamos en un piso indeterminado.
El director de la clínica me guía por un corredor vacío, iluminado a trechos por bombillas protegidas por cestas de alambre en el techo. Puertas cerradas con ventanas de rejas se alinean a ambos lados del pasillo. Pienso separarme del director de la clínica en la primera señal roja de «Salida», pero en nuestro recorrido no hay ninguna. Estoy en territorio extraño, el abrigo en el colgador del despacho, el bolso y el dinero en el cajón superior del escritorio, el cuaderno de notas en mi mano, y tan sólo Johnny Panic para calentarme de la era glaciar del exterior. Más adelante una luz se hace intensa, brilla. El director de la clínica, jadeando un poco al paso, enérgico y largo, al que obviamente no está habituado, me empuja, al doblar una esquina, a una habitación cuadrada y fuertemente iluminada.
—Aquí está.
—¡La pequeña bruja!
La señorita Milleravage levanta su tonelaje detrás del escritorio de acero que está frente a la puerta.
Las paredes y el techo de la habitación son planchas de metal de buques de guerra remachadas. No hay ventanas.
Desde pequeñas celdas con barrotes alineadas a ambos lados y en la parte trasera de la habitación, veo a los sacerdotes supremos de Johnny Panic observándome, los brazos a la espalda, con los camisones blancos de los quirófanos, los ojos más rojos que el carbón y encendidos de ira.
Me reciben con singulares graznidos y gruñidos, como si sus lenguas estuviesen encerradas bajo llave tras sus mandíbulas. Sin duda se han enterado de mi trabajo por vía del correo clandestino de Johnny Panic y quieren saber cómo prosperan sus apóstoles en este mundo.
Alzo las manos para tranquilizarlos, sosteniendo mi cuaderno de notas, mi voz alta como el órgano de Johnny Panic con todos los registros abiertos.
—¡Paz! Os traigo…
El Libro.
—Deja esas antiguallas, querida.
La señorita Milleravage sale bailando hacia mí desde detrás de su escritorio como un elefante de utilería.
El director de la clínica cierra la puerta de la habitación.
En el momento en que la señorita Milleravage se mueve, noto lo que su mole ha estado ocultando detrás del escritorio: una camilla blanca, alta hasta la cintura de un hombre, con una sola sábana estirada sobre el colchón, tensa y sin tacha como la piel de un tambor. En la cabecera de la camilla hay una mesa en la que yace una caja de metal cubierta con esferas e indicadores.
La caja parece estar mirándome, horrible cobra, desde su bobina de cables eléctricos, el último modelo de los Asesinos de Johnny Panic.
Me dispongo a arrojarme hacia un lado. Cuando la señorita Milleravage lo advierte, su gorda mano se separa de ella con un puño lleno de nada. Viene hacia mí otra vez, la sonrisa pesada como la canícula de agosto.
—Nada de eso. Nada de eso, me quedaré con el pequeño libro negro.
A pesar de la rapidez con que corro alrededor de la alta camilla blanca, la señorita Milleravage es tan veloz que se diría que lleva patines. Trata de cogerme y lo logra. Contra su gran masa descargo mi puño, y contra sus colosales pechos sin leche, hasta que sus manos sobre mis muñecas son como argollas de hierro y su aliento me arrulla con un hedor de amor más fétido que el del Sótano de la Funeraria.
—Mi niña, mi propia niña ha regresado a mí…
—Ha estado —dice el director de la clínica, triste y sombrío— ganándole tiempo a Johnny Panic otra vez.
—Mala chica, mala chica.
La camilla blanca está lista. Con terrible dulzura, la señorita Milleravage me quita el reloj de la muñeca, los anillos de los dedos, las horquillas del pelo. Empieza a desvestirme. Una vez desnuda, tengo las sienes untadas y estoy envuelta en sábanas, virginal como las primeras nieves.
Luego, desde los cuatro rincones de la habitación y desde la puerta de detrás, vienen cuatro falsos sacerdotes con blancas batas quirúrgicas y máscaras, cuyo único trabajo en toda su vida consiste en derribar a Johnny Panic de su propio trono. Me extienden boca arriba sobre la camilla. Colocan la corona de alambres en mi cabeza, la hostia del olvido en mi lengua. Los sacerdotes enmascarados ocupan sus puestos y se aferran: uno de mi pierna izquierda, uno de la derecha, uno de mi brazo derecho, uno del izquierdo. Detrás de mi cabeza, ante la caja de metal, uno que no puedo ver.
Desde los exiguos nichos a lo largo de la pared, los devotos alzan sus voces en señal de protesta. Inician el canto piadoso:
Sólo es posible amar el Miedo.
El amor al Miedo es el principio de la sabiduría.
Sólo es posible amar el Miedo.
Que el Miedo el Miedo y el Miedo esté entre nosotros.
Ni la señorita Milleravage, ni el director de la clínica, ni los sacerdotes tienen tiempo para callar.
La señal está dada.
La máquina los traiciona.
En el momento en que pienso que estoy perdida, el rostro de Johnny Panic aparece en una aureola de neón en el techo. Soy sacudida como una hoja entre los dientes de la gloria. Su barba es relámpago. El relámpago está en sus ojos. Su Palabra carga e ilumina el universo.
El aire crepita con sus ángeles de lenguas azules y halos de relámpago.
Su amor es el salto de veinte plantas, la soga al cuello, el cuchillo en el corazón.
No olvida a los suyos.
Traducción: Daniel Laks Adler.
Publicado originalmente en la revista Quimera.