Las múltiples caras de Ignacio Sánchez Mejías, la espada de la Generación del 27
ÁNGEL SALGUERO / ILUSTRACIÓN DE PATRICIA NICLÓS
Cuando un grupo de jóvenes poetas españoles coincidió en el Ateneo de Sevilla durante un homenaje a Luis de Góngora en diciembre de 1927, lo más sorprendente para muchos fue quién estaba detrás de aquel acto del que nacería la Generación del 27.
Según la crónica de Juan Otero publicada por esas fechas en el Heraldo de Madrid, el presidente del Ateneo, Manuel Blasco Garzón, «elogió con palabras sustanciosas e ideas interesantes a los jóvenes poetas y literatos Bergamín, Chabás, García Lorca, Jorge Guillén, Dámaso Alonso, Alberti y Gerardo de Diego [sic], invitados expresamente a la fiesta; unos para leer sus poesías y las de sus afines y otros para explicar sus respectivas posiciones estéticas».
Pero, continúa Otero, «lo más curioso […] fue su declaración de que el Ateneo había logrado reunir aquella noche a los mentados representantes de la nueva literatura española […] gracias al apoyo entusiasta […] del valiente ateneísta y distinguido ex matador de toros don Ignacio Sánchez Mejías».

En primer término, de izqda. a dcha., Pedro Salinas, Ignacio Sánchez Mejías y Jorge Guillén. Detrás, Antonio Marichalar, José Bergamín, Corpus Barga, Vicente Aleixandre, Federico García Lorca y Dámaso Alonso.
Para el cronista, este gesto no merecía «ser subrayado con sonrisas malintencionadas […] Ahora Sánchez Mejías ya no es torero […] y no conforme con ser un señorito más […] se incorpora a esta absurda caravana de la literatura y hace su camino con entusiasmo y generosidad».
De todas formas aquella no era la primera vez que Sánchez Mejías demostraba su inquietud por la literatura. Dos años antes, tras una tarde triunfal en la plaza de Valladolid, ya se había presentado en el Ateneo de aquella ciudad para leer un fragmento de La amargura del triunfo, una novela en la que entonces estaba trabajando. El libro, que permanecería inédito hasta 2009, es el relato con tintes autobiográficos del ascenso y caída de un matador sometido a la tiranía del público y la prensa.
Desde muy temprana edad Sánchez Mejías se había sentido atraído por el mundo de los toros. Su padre, un conocido médico sevillano, suponía que el joven estaba estudiando medicina para seguir sus pasos. En realidad, se dedicaba a aprovechar cualquier oportunidad para ponerse ante un animal y probar su valía.
Después de unos años en México, donde llegó a trabajar en un rancho, pudo regresar a España en 1911 como miembro de la cuadrilla del torero Fermín Muñoz, Cochaíto. La lidia vivía entonces una ‘edad de oro’ con Juan Belmonte y José Gómez Ortega, Joselito, como grandes estrellas.
En 1915 Sánchez Mejías —recién casado con Dolores Gómez Ortega, hermana de Joselito— ya trabajaba como banderillero para Belmonte y Rafael Gómez Ortega, El Gallo. Recuperado de una grave cogida, al fin pudo debutar como matador en Barcelona en 1916, encadenando una serie de triunfos que harían de él una de las nuevas figuras del toreo.
De hecho, la trágica y temprana muerte de Joselito en 1920 dejó un hueco que Sánchez Mejías aprovechó para convertirse en el principal reclamo en las taquillas de plazas de toda España. Aun así, tras amagar con retirarse de los ruedos en 1923, finalmente abandonó el toreo —todo indicaba que de manera definitiva— en 1927. Su nueva pasión era la literatura.

Sánchez Mejías ante el cadáver de Joselito en 1920.
Uno de los ejes en torno a los que se hilvanó la Generación del 27 fue la revista sevillana Mediodía. En las tertulias nocturnas que organizaban los responsables de esta publicación en el Café Nacional, según recordaba el poeta y articulista Joaquín Romero Murube, se reunían «elementos ajenos a la literatura, tipos pintorescos de la madrugada y el trasmundo del orden, que unas veces traídos por el inquieto Sánchez Mejías, otras por el sorprendente [Fernando] Villalón, llenaban de incidencias raras e insospechadas las alegres reuniones de nuestro cenáculo literario».
«Ignacio Sánchez Mejías nos interesaba mucho, y no sólo por su hombría de gran sevillano y aquel porte de quien se jugara muchas veces la vida», escribió el también poeta Jorge Guillén. «Lo más sorprendente es que Ignacio discurría con una de las cabezas más claras de nuestro tiempo. En su mente no se embrollaban las ideas. Esa capacidad intelectual se extendía hasta los más finos escarceos irónicos».
«¡Qué hombre más extraordinario e inteligente aquel torero!», señaló por su parte Rafael Alberti. «¡Qué rara sensibilidad para la poesía y sobre todo para la nuestra, que amó y animó con entusiasmo, ya amigo de todos!». El poeta gaditano se declaró impresionado por Sánchez Mejías, quien «se lanzó con arrojo en nuestra guerra gongorina, aficionándose a las Soledades, llenando su memoria de los más difíciles y ceñidos arabescos de don Luis».

La primera imagen de la Generación del 27 en el Ateneo de Sevilla. De izqda. a dcha.: Rafael Alberti, Federico García Lorca, Juan Chabás, Mauricio Bacarisse, José María Romero Martínez, Manuel Blasco Garzón, Jorge Guillén, José Bergamín, Dámaso Alonso y Gerardo Diego.
Aquellas jornadas de diciembre de 1927 en el Ateneo de Sevilla, financiadas por el ex torero, «tuvieron un éxito inusitado», recuerda Alberti. «Federico [García Lorca] y yo leímos, alternadamente, los más complicados fragmentos de las Soledades de don Luis […] Pero el delirio rebasó el ruedo cuando el propio Lorca recitó parte de su Romancero Gitano, inédito aún. Se agitaron pañuelos como ante la mejor faena».
Correspondió a Sánchez Mejías, como destaca el catedrático Rogelio Reyes Cano, el «raro papel» de hacer coincidir a ese grupo de jóvenes autores «en una peripecia vital que se reveló angular para la poesía» y de la que salieron, en palabras de Jorge Guillén, «juntos ya para siempre».
Más allá de su relación con la vanguardia poética, Sánchez Mejías debutó en 1928 como dramaturgo con Sinrazón, una de las primeras obras de teatro en abordar en España el tema del psicoanálisis. Por entonces, a instancia de José Ortega y Gasset, los tratados de Freud se habían traducido ya al castellano con inusual rapidez.
En su crítica para el Heraldo de Madrid, publicada el 5 de abril de 1928, el escritor Paulino Masip calificaba la obra de «sorpresa» y añadía: «Uno se da cuenta de que esta repugnancia a aceptar que un torero haya escrito una buena comedia es manifestación de gregarismo estúpido, […] y se produce la reacción lógica, reacción que a mí me llevaría a afirmar que el ruedo taurino es la mejor escuela de estética teatral».
Meses después, poco antes del estreno de su segunda obra, Zaya, ambientada en el mundo del toreo, Sánchez Mejías se convirtió en presidente del Real Betis Balompié y mantuvo una aventura extramarital con la cantante y bailarina Encarnación López Júlvez, conocida como La Argentinita.
Ambos viajaron a Nueva York en 1930 invitados por Federico García Lorca. Allí Sánchez Mejías ofrecería una conferencia sobre tauromaquia en la Universidad de Columbia a cambio de que Lorca compusiera números musicales para Las calles de Cádiz, la obra que Ignacio estaba escribiendo para La Argentinita y que habría de marcar su regreso a los escenarios.

La cantante y bailarina Encarnación López Júlvez, conocida como ‘La Argentinita’.
Hablando de regresar, Sánchez Mejías cedió a la tentación de volver a los ruedos en 1934, con 43 años de edad y sin haber recuperado la forma física. Su valentía y su técnica le ayudaron, sin embargo, a ganarse de nuevo el favor del público. Así, el 11 de agosto se presentó en la plaza de Manzanares para torear en sustitución de Domingo Ortega.
Como recuerda el cronista Enrique Minguet, «comenzó desafiando a su primer toro sentado en el estribo […] Al dar el segundo pase […] sufrió un pitonazo en el pecho, se levantó y en ese momento el toro se le vino encima y prendió al espada por el muslo derecho». La herida, de unos 12 centímetros de profundidad, tenía muy mal pronóstico.

Sánchez Mejías recibe a un toro sentado en el estribo de la plaza.
Sánchez Mejías insistió en que se le trasladara a Madrid, donde falleció dos días después a consecuencia de la gangrena. Su leyenda se perpetuaría gracias a los versos que le dedicaron poetas como Rafael Alberti («Verte y no verte, / yo, lejos navegando; / tú, por la muerte») o Miguel Hernández («Quisiera yo, Mejías, / a quien el hueso y cuerno / han hecho estatua, callado, paz, eterno, / esperar y mirar, cual tú solías / a muerte: ¡de cara!). Pero fueron las elegías de Federico García Lorca, en las que resonaba el eco de Jorge Manrique, las que de verdad le hicieron inmortal:
«Aire de Roma andaluza
le doraba la cabeza
donde su risa era un nardo
de sal y de inteligencia.
¡Qué gran torero en la plaza!
¡Qué gran serrano en la sierra!
¡Qué blando con las espigas!
¡Qué duro con las espuelas!
¡Qué tierno con el rocío!
¡Qué deslumbrante en la feria!
¡Qué tremendo con las últimas
banderillas de tiniebla!»
Fuentes:
Ignacio Sánchez Mejías — sensationalist matador who brought celebrity to the corrida.
El Grupo Poético del 27 y Sevilla: Crónica de un acto fundacional.