Once poemas de invierno
“Sin el invierno, la primavera no resultaría tan placentera”, escribía la poeta Anne Bradstreet. En el juego de contrastes que mueve las estaciones, este invierno que comienza ahora invita al recogimiento y la reflexión, una mirada interior que se refleja en la selección de poemas que os ofrecemos. Algunos contemplativos, otros festivos o irónicos, llenos de nostalgia pero también de esperanza… Porque acabamos de entrar en el invierno y ya queda menos para la primavera.
En este soneto, el número 97, William Shakespeare compara la ausencia de la persona amada a un frío invierno en el que “no cantan ni los pájaros”:
¡Oh, qué tan semejante al invierno me ha sido,
esta ausencia de ti, placer de año fugaz!
¡Qué heladas he sentido, qué oscuros días vi!
¡Qué vieja desnudez, en todo, de Diciembre!
Mas el tiempo de ausencia era estación de estío,
el otoño fecundo, orlado en ricos frutos,
llevando el peso erótico de la fiel primavera,
como vientres de viudas, tras morir sus esposos.
Pero esta inmensa prole a mí me parecía,
como esperanza huérfana, como frutos sin padre,
ya que el dulce verano tan sólo a ti esperaba
y por estar tan lejos no cantan ni los pájaros:
O si cantan lo hacen con tal sombra de pena,
que las hojas desmayan, temiendo ya el invierno.
Si lo primero que ves al abrir los ojos es un mundo blanco y frío, ¿puedes imaginar que existe algo más? Sobre ello reflexiona el poeta Philip Larkin en este sutil poema titulado ‘Primera visión’:
Los corderos que aprenden a andar en la nieve
cuando sus balidos nublan el aire
hallan un inhóspito infinito, conocen
sólo un resplandor sin sol.
En sus primeros tropiezos de aquí a allá
todo lo que encuentran, fuera del refugio,
es una miserable extensión de frío.
Mientras esperan junto a las ovejas,
con su espesa lana húmeda, acecha
escondida a su alrededor, esperando también,
la inconmensurable sorpresa de la Tierra.
Aunque lo supieran nunca entenderían
lo que pronto despertará y crecerá
tan distinto a la nieve.
La ganadora del Premio Nobel Louise Glück insinúa en este ‘Final del invierno’ una historia muy personal de pérdida y aceptación:
Sobre el mundo en silencio, un pájaro canta
al despertarse solo entre ramas negras.
Queríais nacer; dejé que nacierais.
¿Desde cuándo se ha interpuesto mi dolor
en el camino de vuestro placer?
Lanzándoos
hacia la oscuridad y la luz a la vez
ávidos de sensaciones
como si fueseis algo nuevo, deseando
expresaros
puro brillo, pura vivacidad
sin pensar
en que esto podría pasar factura,
sin imaginar que el sonido de mi voz
pudiera ser más que una parte de vosotros—
no lo escucharéis en el otro mundo,
nunca con la misma claridad,
ni en el canto del pájaro, ni en un grito humano,
ni en el claro sonido, el único
eco persistente
en todo sonido que significa adiós, adiós—
la única línea continua
que nos une.
En este breve poema titulado ‘Llegamos al punto’, la joven poeta argentina Natalia Leiderman concentra toda una historia sobre una relación:
ya conociste mi ropa de verano y de invierno
ya me sacaste la ropa
de verano
y de invierno
tengo una pregunta
¿dejamos acá
o empezamos de nuevo?
El paso inexorable del tiempo llega como los ‘Primeros fríos’ en este poema de Claudio Rodríguez, lleno de urgencia por conservar la cálida memoria de lo vivido:
¿Quién nos calentara la vida ahora
si se nos quedó corto
el abrigo de invierno?
¿Quién nos dará para comprar castañas?
Allí sale humo, corazón, no a todos
se les mojó la leña.
Y hay que arrimar el alma,
hay que ir allí con pie casero y llano
porque hoy va a helar, ya hiela.
Amaneció sereno y claro el día.
¡Todas a mí mis plazas, mis campanas,
mis golondrinas! ¡Toda a mí mi infancia
antes de que esté lejos! Ya es la hora,
jamás desde hoy podré estar a cubierto.
¡Dadme el aliento hermoso,
alzad las faldas y escarbad el cisco
la vida, en la Camilla en paz, en esta
Camilla madre de la tierra! Pero,
¿a qué esperamos? ¡Pronto,
como en el juego aquel del soplavivo
corra la brasa, corra
de mano en mano el fiel calor del hombre!
El que se queme perderá. Yo pierdo.
Así ha pasado el tiempo
y el invierno se me ha ido echando encima.
Hoy sólo espero ya estar en la casa
de la que sale el humo,
lejos de la ciudad, allí, adelante…
Y ahora que cae el día
y en su zaguán oscuro se abre paso
el blanco pordiosero de la niebla,
adiós, adiós. Yo siempre
busqué vuestro calor. ¡Raza nocturna,
sombrío pueblo de perenne invierno!
¿Dónde está el corazón, dónde la lumbre
que yo esperaba? Cruzaré estas calles
y adiós, adiós. ¡Pero si yo la he visto,
si he sentido en mi vida
vuestra llama!
¡Si he visto arder en el hogar la piña
de oro!
Sólo era vuestro frio. ¡Y quiero, quiero
irme allí! Pero ahora
ya para qué. Cuando iba a calentarme
ha amanecido.
El invierno es también sinónimo de olvido en este poema de la nicaragüense Gioconda Belli titulado ‘Peligros de invierno’ en el que el sol, el calor y la luz son los puntales de la pasión vivida:
Este invierno está llevando todo lo que fuimos.
Cada día despierto arrebujándome,
arrebujándome contra tu espalda,
tocándote
para saber que no te has ido con el agua
sonrío y me pregunto si mañana, si pronto,
si algún día de estos,
el llanto sucederá a la lluvia
y el invierno también se meterá en la casa
y no habrá mueble, estante, cortinera,
donde no lave el agua los colores
y nos mojemos todos entre chocorrones y despedidas.
Por eso en las mañanas
bebo la luz en mis pulmones,
abro todas las puertas,
pinto amarillas las risas de las casas,
doy vueltas tenaz a los girasoles,
me prendo el sol en medio de los pechos
y salgo a tocarte, a escribirte,
a decir que no, que no hay cauce que se lleve mi amor
ni aguacero ni ciclón ni viento lacerante
que arranque tu nombre de esta piel
miel de tus días largos.
Juan Ramón Jiménez describe aquí ‘Las tardes de invierno’ como un paraíso de la melancolía donde “los jardines se mueren de frio”, un triste paisaje en blanco y negro “sin sol ni luceros”:
Va cayendo la noche: La bruma
ha bajado a los montes el cielo:
Una lluvia menuda y monótona
humedece los árboles secos.
El rumor de sus gotas penetra
hasta el fondo sagrado del pecho,
donde el alma, dulcísima, esconde
su perfume de amor y recuerdos.
¡Cómo cae la bruma en el alma!
¡Qué tristeza de vagos misterios
en sus nieblas heladas esconden
esas tardes sin sol ni luceros!
En las tardes de rosas y brisas
los dolores se olvidan, riendo,
y las penas glaciales se ocultan
tras los ojos radiantes de fuego.
Cuando el frío desciende a la tierra,
inundando las frentes de invierno,
se reflejan las almas marchitas
a través de los pálidos cuerpos.
Y hay un algo de pena insondable
en los ojos sin lumbre del cielo,
y las largas miradas se pierden
en la nada sin fe de los sueños.
La nostalgia, tristísima, arroja
en las almas su amargo silencio,
Y los niños se duermen soñando
con ladrones y lobos hambrientos.
Los jardines se mueren de frío;
en sus largos caminos desiertos
no hay rosales cubiertos de rosas,
no hay sonrisas, suspiros ni besos.
¡Como cae la bruma en el alma
perfumada de amor y recuerdos!
¡Cuántas almas se van de la vida
estas tardes sin sol ni luceros!
La escritora norteamericana Linda Pastan realiza en este ‘Tormenta de nieve’ un hermoso ejercicio de serena contemplación, observando cómo la nieve transforma el paisaje y su percepción del mundo que le rodea:
La nieve
ha olvidado
cómo parar
cae
tartamudea
contra el cristal
manga de viento
de seda y nieve
que se sacude
a la luz del porche
enredando árboles
que se vencen
como ancianas
enfurruñadas
absortas
en tejer
la nieve flota
hasta el escalón
en el umbral
un borrón puntillista
el matrimonio
de forma y movimiento
moldeándose al deseo de
cualquier objeto que toque
las sillas se convierten en
regazos de nieve
la luna podría estar
deshaciéndose
y cayendo
sobre el alero
sobre el tejado
un oso blanco
La poeta Gloria Fuertes se siente perseguida por la presencia de una ausencia en este ‘Invierno’ lleno de soledad:
Con montones de nieve hice el contorno de tus letras,
edifiqué tu nombre en la altura;
luego salió el sol
y deshizo tu nombre convirtiéndolo en agua.
Acabo de beber tu nombre en el único charco.
Tu nombre me persigue
inquilino en mi sombra;
desapareceré,
y él estará a mi lado.
La autora argentina Alejandra Pizarnik escribe aquí un ‘Cuento de invierno’ en el que las imágenes surrealistas provocan desasosiego al lector:
La luz del viento entre los pinos ¿comprendo estos signos de tristeza incandescente?
Un ahorcado se balancea en el árbol marcado con la cruz lila.
Hasta que logró deslizarse fuera de mi sueño y entrar a mi cuarto, por la ventana, en complicidad con el viento de medianoche.
Y acabamos con otro ‘Cuento de Invierno’, este escrito por Sylvia Plath, en el que describe con ironía (y cierto cariño, también) una noche de ambiente navideño en su ciudad natal de Boston:
En el parque de Boston brilla
una estrella roja, enganchada a un alto
Ulmus Americana. Los Reyes van hacia
el abovedado Capitolio.
El viejo José lleva un bastón afilado.
Dos bueyes de cera flanquean al Niño.
Una oveja negra guía el rebaño del pastor.
María parece tranquila.
Ángeles —más femeninos y sobrios
que las modelos de grandes almacenes,
con halos tan lustrosos como Sirio—
levantan trompetas doradas.
Junto a S.S. Pierce, junto a S.S. Pierce
mujeres de nariz roja y capa azul piden
dinero con sus campanillas. ¡Dios, la muchedumbre es feroz!
Hay villancicos
en Winter Street, en Temple Place.
Caniches hornean galletas en
los escaparates de Filene.
Otorgadnos la gracia, Donner, Blitzen
y el resto de renos de Santa Claus que pacéis
con permiso de la Comisión de Parques
la hierba que antaño alimentó a las vacas de Boston.
Al unísono
en Pinckney, Mount Vernon, Chestnut,
se abren a la multitud puertas con guirnaldas.
¡Navidad! ¡Navidad! No queda una boca cerrada.
Desafinado y bullicioso
el pueblo dirige su canto a los alféizares
de ventanas con extraños cristales violeta.
¡Oh, pequeña ciudad de la colina!
El esfuerzo cordial
de campanilleros y cantantes reaviva
a las palomas congeladas, va dando vueltas
desde Charles Street a la Custom House,
desde la Estación del Sur a la del Norte.