Quevedo, el genio pendenciero
De él dijo Jorge Luis Borges: «Nadie como él ha recorrido el imperio de la lengua española y con igual decoro ha parado en sus chozas y en sus alcázares. Todas las voces del castellano son suyas y él, en mirándolas, ha sabido sentirlas y recrearlas ya para siempre». Según el crítico Morell Fatio, «se podría decir que juega con las palabras como un tramposo con los cubiletes, las vuelve y las revuelve, refresca su sentido asociándolas entre sí de modo nuevo e inesperado».
Francisco de Quevedo y Villegas es una de las figuras indiscutibles del Siglo de Oro. Tal vez, el poeta de mayor talento de su tiempo. «No existe poeta, ni antes ni que le supere», asegura Ricardo Llopesa, responsable de la reciente edición de sus ‘Poesías picarescas’ (Visor). «Lope y Góngora fueron dos genios. Lope fue el superlativo de la abundancia y Góngora de la concreción. Quevedo, con más modestia, fue el genio que supo captar la otra cara de la hipocresía. Su poesía picaresca dibuja lo que había detrás de la corte, el convento y la sociedad. Supo captar la realidad de su época y dejar un testimonio social. Su genio destaca por haber incorporado a la poesía el lenguaje de jerigonza que hablaron los capos mafiosos».
Nacido el 14 de septiembre de 1580 en Madrid, Quevedo paso sus años de infancia entre nobles y potentados. Su padre era secretario de María de Austria, hermana del rey Felipe II y esposa de Maximiliano II de Habsburgo. Su madre era dama de compañía de la reina. Estudió filosofía, lenguas clásicas, árabe, hebreo, francés e italiano en la Universidad de Alcalá de Henares entre 1596 y 1600. Un año después recaló en Valladolid, declarada nueva sede de la Corte por el Duque de Lerma, donde cursó estudios de teología.
Por entonces, Quevedo comenzaba a ser reconocido como poeta y escritor. Ya tenía listo el primer borrador de su novela picaresca ‘Vida del Buscón’ cuando varios de sus poemas aparecieron en 1605 en la antología ‘Flores de poetas ilustres’. Regresó a Madrid con la Corte en 1606 donde trabó amistad con Miguel de Cervantes y Lope de Vega. El tercer Duque de Osuna, Pedro Téllez-Girón, le brindó su protección y a cambio, Quevedo se ofreció a espiar para él. De esta forma participó en la Conjuración de Venecia, cuando nobles españoles conspiraron para hacerse con el poder en esta república. El Duque de Osuna pretendía introducir mercenarios que tomaran lugares estratégicos de la ciudad pero fueron descubiertos antes de completar su misión. Quevedo logró huir disfrazado de mendigo y gracias a su dominio del dialecto veneciano. Su lealtad al Duque le sirvió para ser nombrado caballero de la orden de Santiago en 1618.
Sólo dos años después, sin embargo, tras la caída en desgracia de Osuna, Quevedo se quedó sin su protección y hubo de marcharse al exilio en Torre de Juan Abad, en Ciudad Real. Allí escribió algunos de sus mejores poemas, como el famoso soneto: “Retirado en la paz de estos desiertos / con pocos pero doctos libros juntos / vivo en conversación con los difuntos / y escucho con mis ojos a los muertos”. La influencia del Estoicismo de Séneca fue su consuelo en aquellos años de soledad, hasta que en 1621 la llegada al trono de Felipe IV, asistido por el Conde Duque de Olivares, supuso su regreso a Madrid y a la Corte. Quevedo acabaría dirigiendo su ingenio contra el Conde Duque, dedicándole afiladas críticas como la famosa epístola que comienza: «No he de callar por más que con el dedo, ya tocando la boca o ya la frente, silencio avises o amenaces miedo».
Tal fama alcanzaron sus escritos que ciertos libreros a imprimir ediciones piratas de sus obras. Para frenarlos, Quevedo dio el paso de denunciar ante la Inquisición todos los libros publicados sin autorización. Su intención era recopilar una edición definitiva de sus obras, algo que no lograría hacer en vida. Mientras, seguía cercano al monarca, al que acompañó en distintos viajes por España, y sería nombrado secretario suyo en 1632.
Todo acabaría en 1639 con su arresto, producido tras la publicación en años anteriores de numerosos libelos dirigidos a desprestigiarle. «Quevedo padeció por sus ideas las mayores penurias; y eso que era un señor de la corte», señala Ricardo Llopesa. Permaneció recluido en el convento de San Marcos en León hasta 1643, cuando se retiró definitivamente a Torre de Juan Abad, donde falleció el 8 de septiembre de 1645.
Quevedo es el poeta conceptista por excelencia. Demostró un dominio del lenguaje absoluto en todos los niveles del idioma. Se trata de uno de los autores más críticos y reflexivos de la lengua castellana. Unas veces el punto de vista con el que observa la vida y el paso del tiempo es serio y profundamente angustiado, como sucede en el soneto: «¡Ah de la vida! ¿Nadie me responde?». En este poema Quevedo llama a las puertas de la casa de la vida para pedirle explicaciones por su brevedad. El tiempo transcurre a tanta velocidad en la vida del hombre que en un corto espacio de tiempo se juntan «pañales y mortaja».
Otras veces su punto de vista es irónico y muy crítico con la sociedad de su época, de la que se queja por su falta de honradez, su egoísmo y su hipocresía. Se puede comprobar esta actitud en el soneto: «Sola en ti, Lesbia, vemos ha perdido», en el que el poeta critica el exhibicionismo social de una mujer más interesada en escandalizar a sus vecinos que en ocultar sus propios pecados.
Este punto crítico lleno de ironía se expresa con jocosa mordacidad en sus letrillas y romances. La letrilla satírica «Poderoso caballero» critica el poder del dinero en una época en la que todo se podía comprar con oro y plata. En este poema Quevedo imita las canciones medievales: las Jarchas y las Cantigas de amigo, en los que una mujer hablaba con su madre de su enamorado. La diferencia es que en los versos de Quevedo el amor de la mujer no es otro que el dinero. Alaba en él su color amarillo, y su valor: doblón o sencillo. Todo el poema es una burla en la que las cualidades del amor se aplican a los beneficios del dinero.
Y al mismo tiempo Quevedo es capaz de escribir los poemas de amor más sinceros y apasionados de la literatura española. Su soneto «Amor constante más allá de la muerte» está considerado uno de los más perfectos de la lengua castellana. Quevedo cree que el amor es capaz de superar todas las leyes de la muerte: la separación y el olvido.
Pero una cosa era el artista, y otra muy distinta la persona. El carácter impulsivo y pendenciero de Quevedo le granjeó muchos enemigos. El más famoso de ellos fue el también poeta Luis de Góngora, con quien intercambió sátiras y burlas a cada cual más hirientes. Para el escritor Juan Goytisolo no hay que perder de vista que, a pesar de su inmenso talento, Quevedo fue «un perfecto mal bicho». Y así lo razona: «Sus poemas satíricos y burlescos (412 sin contar los que contienen hirientes befas de algunos de sus colegas) compendian un vasto muestrario de racismo, antisemitismo, misoginia y homofobia que no perdonan a nadie con excepción de los militares y de los curas de misa y olla».
Además, continúa Goytisolo, «sus décimas contra Góngora, a quien acusa de sodomía y de ascendencia judaica resultan todavía más deleznables si se tiene en cuenta el escrutinio y acoso del Santo Oficio a los sospechosos de judaísmo y a los culpables del ‘crimene pésimo’. Quevedo vierte su malquerencia al cordobés (“Yo frotaré mis obras con tocino / porque no me las muerdas, Gongorilla”) y, con el aplomo que le confiere su estatus de sangre limpia, arremete con su espadachín contra quienes detesta cebándose en sus defectos físicos, como al dramaturgo Juan Ruiz de Alarcón». Aun así, reconoce Goytisolo, «una obra ‘correcta’ en todos los sentidos del término sería forzosamente didáctica y, por ello, ajena a la esencial rebeldía artística».
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FUENTES:
Mal bicho, pero genial por Juan Goytisolo (El País, 12 de abril de 2011).
Quevedo en el destierro por Santiago Velázquez (El País, 22 de noviembre de 2013).
El Quevedo más mordaz por Alberto Gordo (El Cultural, 20 de mayo de 2014).
Cervantes y Quevedo, espías en el Siglo de Oro por María Ruiz (Las Provincias, 28 de octubre de 2013).