Siete poemas para el mes de marzo
«En marzo me sentiré descansada, arrebatada y humana», escribía Sylvia Plath a su madre en una de las muchas cartas que ambas intercambiaron. Este mes, la antesala de la primavera, ha inspirado versos a muchos poetas que también se han dejado ‘arrebatar’ por su belleza. Aquí os presentamos una selección.

Emily Dickinson.
Emily Dickinson
Querido marzo…
¡Querido Marzo, entra!
¡Qué contenta estoy!
Te había estado esperando.
Quítate el sombrero,
debes de haber caminado mucho,
se te ve bastante agitado.
Querido Marzo, ¿cómo estás? ¿y el resto?
¿Dejaste bien a la Naturaleza?
Vamos, Marzo, sube las escaleras conmigo,
tengo tanto que contarte.
Recibí tu carta, y los pájaros.
Los arces no se enteraron
de que venías-te lo confieso
hasta que se lo dije,
qué rojas se pusieron sus caras.
Pero, Marzo, perdóname,
no encontré un púrpura adecuado
para todas aquellas colinas
que me encargaste pintar,
te lo llevaste todo contigo.
¿Quién llama? ¡Este Abril!,
¡Cierra la puerta!
¡No dejaré que me acose!
Ha estado un año fuera y viene
de visita ahora que estoy ocupada.
Pero estas pequeñeces parecen triviales
en cuanto tú llegas.
Esa culpa es tan querida como el elogio
y el elogio tan sencillo como la culpa.

Federico García Lorca
Federico García Lorca
Huerto de marzo
Mi manzano
tiene ya sombra y pájaros.
¡Qué brinco da mi sueño
de la luna al viento!
Mi manzano
da a lo verde sus brazos.
Desde marzo, cómo veo
la frente blanca de enero!
Mi manzano…
(viento bajo).
Mi manzano…
(cielo alto).

Miguel Hernández
Miguel Hernández
Marzo viene
¡Marzo! ¡Viene Marzo…! El astro de rubios
cabellos, la huerta satura y orea.
Son las brisas tibias y llenas de efluvios…
¡Marzo! ¡Viene Marzo! ¡Bien venido sea!
El amplio horizonte no ostenta vellones
de nieblas, ni nubes de colores densos:
los grandiosos cielos, regios pabellones,
son diáfanos, puros azules intensos.
Las flores despiertan de su frío sueño
abriendo a los besos del sol sus corolas;
sobre los sembrados de verdor risueño
florecen sangrientas miles de amapolas.
El ruiseñor teje la canción primera;
el límpido arroyo musical suspira…
El vaho perfumado de la primavera
en ráfagas cálidas por doquier se aspira.
Los undosos huertos de las rojas frutas
estallan de blancos azahares en pomas,
mientras sus cosechas por cientos de rutas
transportan los carros esparciendo aromas.
Bulliciosas aves van en batallones
por el claro espacio batiendo las alas.
El almendro, mágico, rompe sus botones
y los tallos viste con sus níveas galas.
Medran las moreras… El rudo huertano
lanza tras la yunta su tonada, queda,
mientras piensa alegre, que pronto el gusano
le dará montones de amarilla seda…
Buscan los jilgueros donde hacer su nido,
croa la rana al borde de la limpia alberca…
¡Todo, todo dice del Abril florido!
que a gigantes vuelos se acerca, ¡se acerca…!
Entre rumorosas y amenas riberas
su caudal fecundo derrama el Segura:
remécense gráciles las altas palmeras…
¡La huerta está ebria de luz y hermosura!
La noche se cierra de estrellas cuajada…
Entre sus misterios el amor incita…
El alma cansina siéntese alentada
y el corazón viejo juvenil palpita.
¡Marzo! ¡Viene Marzo pródigo y amigo
reanimando vidas y sembrando flores!
¡Marzo, te saludo! ¡Marzo, te bendigo…!
¡Tú has hecho que en mi alma broten los amores!

Alfonsina Storni.
Alfonsina Storni
Luna de marzo sobre el mar
Pequeña,
recién nacido polluelo,
tibia de vellón dorado,
no, no corras.
De tu pequeñez amarilla,
desteñida sobre el mar,
se alegra la carne
azul del cielo.
Te lastimas, marchando
detrás de una estrella,
entre bosques de nubes albas,
y no miras mi cuerpo
parado sobre un buque
negro,
que busca
la raya negra de la tierra.
Me cabrías en las manos,
luminoso polluelo;
en las manos
ya muertas
para las caricias humanas.
Sólo para tí
mis dedos se abrirían,
suaves,
sobre tu vellón tiblo,
luna amarilla..
¡No, no corras!
Sarmiento es mi cuerpo,
pardo y seco,
clavado en la fría
flor del mar
cuyo fondo de hielo
esmeralda,
desea.
No, no corras…
Sobre mi corazón
podrías bailar
la última danza
y apagarte conmigo,
luna de marzo…

Wallace Stevens.
Wallace Stevens
El sol este marzo
El excesivo brillo de este sol tempranero
me hace concebir cuán oscuro me he vuelto,
y reilumina cosas que solían tornarse
en oro al azul más abundante, y formar parte
de un espíritu tornadizo en un yo más tempranero.
Eso también retorna, salido del invierno y de su aire,
igual que una alucinación venida a deslumbrar
el rabillo del ojo. Nuestro elemento,
frío es nuestro elemento, y del invierno el aire
trae voces como de leones que vinieran bajando.
¡Rabino! ¡Oh, rabino! Sé de mi alma defensa
y verdadero sabio de esta oscura naturaleza.

Elizabeth Bishop

Pablo Neruda.
Pablo Neruda
Soneto LXXXVIII
El mes de marzo vuelve con su luz escondida
y se deslizan peces inmensos por el cielo,
vago vapor terrestre progresa sigiloso,
una por una caen al silencio las cosas.
Por suerte en esta crisis de atmósfera errabunda
reuniste las vidas del mar con las del fuego,
el movimiento gris de la nave de invierno,
la forma que el amor imprimió a la guitarra.
Oh amor, rosa mojada por sirenas y espumas,
fuego que baila y sube la invisible escalera
y despierta en el túnel del insomnio a la sangre
para que se consuman las olas en el cielo,
olvide el mar sus bienes y leones
y caiga el mundo adentro de las redes oscuras.
Elizabeth Bishop
Fin de marzo
Hacía viento y frío, y no era el mejor día
para dar un largo paseo por la playa.
Todo tan apartado, tan distante
y retraído: lejos la marea, recogido el océano,
solas o en pares las aves marinas.
El frío, desordenado viento marino
entumecía la mitad de nuestro rostro;
interrumpía las formaciones alineadas
de los gansos canadienses
y nos devolvía el casi imperceptible sonido
del oleaje vertical y su brisa acerada.
El cielo, más oscuro que el agua,
era color jade, como sebo de carnero.
Con botas de goma seguimos las huellas
de los perros en la húmeda arena, enormes huellas (tan grandes
que parecían más de león). Recorrimos
distancias infinitas en un irisada línea blanca,
que abandonaba el oleaje para hundirse
una y otra vez, hasta desaparecer:
una espesa maraña blanca, de estatura humana, a flote,
alzándose en cada ola, como un fantasma empapado
que de pronto se precipitaba hasta deslavarse…
¿hilo de cometa? Pero sin cometa.
Quería llegar a la casa de mi protosueño,
mi criptosueño, aquella caja torcida
sobre pilares, de tejas verdes,
algo parecido a una alcachofa, solo que
más verde (¿hervida con bicarbonato?),
protegida contra las mareas primaverales por una cerca
de… ¿eran durmientes?
(Aquí las cosas parecen irreales.)
Quisiera retirarme y hacer nada
o casi nada, para siempre, en dos cuartos vacíos:
mirar con binoculares, leer libros tediosos,
viejos, gruesos, voluminosos libros y escribir notas inútiles,
hablarme a mí misma y, en días de niebla,
ver resbalar diminutas gotas, densas de luz.
Y por la noche, un grog à l’américaine.
Lo flamearía con un fósforo de cocina
y una hermosa, diáfana llama azul
se reflejaría en la ventana.
Tiene que haber una estufa; hay una chimenea,
ladeada, sostenida por alambres,
y, tal vez, electricidad
—cuando menos, habría otro alambre
para unir todo débilmente
con algo derruido tras las dunas—.
Luz para leer —¡perfecto!— pero imposible.
Y ese día el viento sopló demasiado frío
tanto como para alejarse
y, por supuesto, la casa resguardada por tablones.
De regreso, el otro lado de nuestros rostros se heló.
Salió el sol apenas un minuto.
Solo un minuto, fijo en los biseles de la arena,
monótonas, rociadas, esparcidas piedras
fulgieron multicolores
y las más altas proyectaron largas sombras,
propias: luego, las atrajo de nuevo hacia sí.
Habrían quizá jugueteado con el sol león,
solo que ahora él se hallaba detrás:
un sol que había recorrido la playa en la última bajamar,
dejando la impronta de majestuosas, enormes huellas,
y tal vez habría derribado una cometa tan solo por jugar.