Sylvia Plath, a un paso del Paraíso
ANGEL SALGUERO
Sylvia Plath entró en mi vida por casualidad. La encontré en una librería de Valencia que vivía sus últimos días, liquidando a precio de saldo todas sus existencias. Siempre me ha gustado leer cartas, diarios y documentos personales, vivir otras épocas en primera persona, ver la vida desde perspectivas diferentes. Por eso me llamó la atención aquel volumen titulado ‘Cartas a mi madre’ con la imagen en blanco y negro de una joven Sylvia Plath en la portada. No sabía nada acerca de ella, pero tuve la corazonada de que era un libro especial. Y gracias a él comencé a escuchar, página a página, la voz de esta mujer que soñaba con marcar su propio destino y convertirse en una gran poeta y escritora y que, entonces, llevaba muerta casi treinta años. Su estrella brilló poco tiempo, pero brilló muy fuerte y ha inspirado a generaciones de lectores y de estudiosos a crear su propia versión del ‘personaje’.
“Nunca estuviste
a más de un paso de distancia del Paraíso.
Te lo dijo tu analista: tenías acceso instantáneo
Al corazón de tu infierno”.
TED HUGHES escribiendo sobre Sylvia Plath en el libro “Cartas de cumpleaños”.
Sylvia Plath lee su poema 'Daddy'
Nacida en Boston en 1932, Sylvia Plath siempre tuvo claro lo que quería de la vida: “El arte y la escritura siempre me acompañan… Soy yo quien crea mi porvenir y lucharé contra el destino hasta el final”, apuntó en uno de sus diarios de adolescencia. Su padre, el entomólogo de origen alemán Otto Plath, falleció cuando ella tenía ocho años, y ello le provocó una profunda crisis personal y de fe. La figura paterna y la muerte se convertirían en temas recurrentes de su poesía en años posteriores.
Se matriculó en el prestigioso Smith College y en el verano de 1953, tras su tercer año de universidad, consiguió un puesto de redactora invitada en la revista Mademoiselle en Nueva York. Sin embargo, el estrés de ver que las cosas no salían como hubiera deseado (los responsables de la revista, por ejemplo, no la invitaron a un encuentro con el poeta Dylan Thomas) pudo con ella y, de vuelta a casa, intentó suicidarse por primera vez, escondiéndose con un frasco de pastillas en los bajos del hogar familiar. Tardaron tres días en encontrarla. Esta etapa de su vida, además de los seis meses de terapia con insulina y electroshock que siguieron, es la base de la novela autobiográfica ‘La campana de cristal’, publicada con pseudónimo en 1963.
Tras acabar la universidad, logró una beca para seguir los estudios en Cambridge. Allí conoció al también poeta Ted Hughes, que acabaría convirtiéndose en su marido en 1956. Viajaron a España por su luna de miel, pasando por Benidorm y Madrid. Plath intentó volcarse en la enseñanza, pero pronto comprendió que necesitaba todas sus energías para escribir. El contacto con poetas como Robert Lowell o Anne Sexton le descubrió la poesía confesional, que parte de la experiencia vital del poeta para elaborar una lírica de calado universal.
Sylvia y Ted se trasladaron a Inglaterra a principios de los años sesenta, primero a Londres y después a una casa rural en Devon. Ella ya había publicado su primer libro de poemas, ‘The Colossus’, cuando descubrió que Hughes estaba teniendo una aventura con otra mujer. La pareja se separó y Plath regresó a Londres. En octubre de 1962, en un arrebato de creatividad, compuso gran parte de los poemas que se publicarían póstumamente en ‘Ariel’, su obra más conocida. Lo hizo levantándose todos los días a las cuatro de la madrugada, aprovechando las horas antes de que sus dos hijos despertaran.
Aquí es donde su talento empieza a brillar de verdad. En ‘Corte’, por ejemplo, la descripción de un corte accidental en el pulgar mientras preparaba la comida va adquiriendo un tono oscuro y opresivo:
Qué susto:
el pulgar en vez de la cebolla.
La yema, cortada casi del todo,
Pendiendo tan solo de una suerte de bisagra
de piel,
un colgajo en forma de sombrero,
mortecino.
Debajo, esa felpa roja.
[…]
Esto va a ser todo un festejo.
De la brecha salen corriendo
un millón de soldados,
todos casacas rojas.
¿De qué lado estarán?
Ah, humúnculo
mío: estoy enferma.
Me tomé una pastilla para matar
esta débil sensación
de ser como de papel.
Ted Hughes sospechaba que un accidente de Sylvia con el coche había sido en realidad otro intento de suicidio del que salió ilesa. Ella alude de forma indirecta a este incidente en otro de sus poemas, ‘Lady Lázaro’:
He vuelto a hacerlo.
Un año de cada diez
lo consigo: devenir
en esta suerte de milagro andante, volver mi piel
brillante como la pantalla de una lámpara nazi,
mi pie derecho,
un pisapapeles
mi rostro, una fina tela de lino
judía, sin rasgos.
Ah, arráncame este paño y
despelléjame, enemigo mío.
¿Qué es lo que tanto te aterroriza?
¿La nariz, las cuencas de los ojos, las dos hileras de dientes?
No te preocupes, este aliento agrio
se esfumará en un día.
En seguida, enseguida la carne
que devoró el sepulcro
volverá a acomodarse en mí.
Y seré de nuevo una mujer sonriente.
Tan sólo tengo treinta años.
Y siete ocasiones, como el gato, para morir.
El invierno de 1963 en Londres fue de los más crudos que se recuerdan. En el apartamento donde vivía Sylvia Plath con sus hijos no había calefacción central y reventaron las cañerías por el frío. Sus amigos estaban tan preocupados por ella y por su estado de depresión crónica que hasta pensaron en buscarle una enfermera que la acompañara.
Una noche de febrero el vecino de abajo recordaba haber escuchado sus pisadas, nerviosas, a altas horas de la madrugada, yendo de un lugar a otro de la casa. A la mañana siguiente, la encontraron muerta. Se había suicidado introduciendo la cabeza en el horno, después de sellar con toallas la puerta del dormitorio de sus hijos.
Fue Ted Hughes quien se encargaría de gestionar su legado literario: editó su ‘Poesía completa’ y provocó una gran indignación al admitir que había destruido el diario escrito por Sylvia Plath en sus últimos meses de vida con la excusa de que no quería que sus hijos lo leyeran. Murió la persona y nació el mito, que ha dado para cientos de libros y menciones en películas como ‘Annie Hall’ de Woody Allen.
Hasta el cantante norteamericano Ryan Adams le dedicó una canción en la que deseaba haber tenido su propia ‘Sylvia Plath’: “Tal vez me llevaría con ella a Francia, o quizá a España, y me sacaría a bailar en una mansión en lo alto de una colina y echaría la ceniza sobre las alfombras… Tengo que conseguirme una Sylvia Plath”.
Sylvia Plath falleció cuando estaba alcanzando su ‘estado de gracia’ poético. Dejando de lado sus circunstancias biográficas, sus únicos dos libros de poemas le han ganado un lugar entre los mejores poetas del siglo XX. Como se pregunta Xoán Abeleira, el traductor al español de su obra completa: “¿Cuántos grandes poetas alcanzaron el nivel de talento, la altura lírica que consiguió Plath en su brevísima existencia?”. Pocos, esa es la verdad, y ello hace su pérdida mucho más dolorosa.