Sylvia Plath bajo la sombra de su padre
ÁNGEL SALGUERO
Si algo marcó emocionalmente a Sylvia Plath desde su juventud fue el fallecimiento en 1940 de su padre, Otto Emil Plath, cuando ella sólo tenía ocho años. Entomólogo, profesor de biología y autor de varios libros, había emigrado a Estados Unidos desde Alemania con el cambio de siglo. Apoyado económicamente por su abuelo, afincado en Wisconsin, Otto Plath estudió lenguas clásicas.
Su desinterés por la Iglesia Luterana, sin embargo, exasperó a su abuelo que acabó por desheredarle. Sobrevivió enseñando alemán y más tarde, tras leer a Darwin, se interesó por la biología. En 1922 comenzó a dar clases en la Universidad de Boston al tiempo que publicaba numerosos tratados sobre biología y entomología. Siete años después conoció a Aurelia Schober, con la que se casaría en enero de 1932. En octubre de ese mismo año nacía su primera hija, a la que llamaron Sylvia.
La salud de Otto Plath comenzó a resentirse en 1935, poco después del nacimiento de su hijo Warren. Estaba convencido de sufrir cáncer de pulmón y se negó a recibir tratamiento alguno. En 1940 una infección en un pie reveló que lo que tenía en realidad era una diabetes en estado avanzado. Le amputaron la pierna pero poco tiempo después fallecería.
Su muerte fue un suceso traumático para Sylvia. Una fuente de conflictos que marcarían su vida desde ese momento y que quedaron reflejados en distintos poemas. ‘Electra en la Senda de las Azaleas’ es uno de ellos. Describe una visita al cementerio de su padre («un albergue de caridad donde los muertos se agolpan pie contra pie, cabeza contra cabeza») utilizando como marco de referencia la tragedia griega. Ella se siente abandonada («Traje mi amor como ofrenda y entonces moriste») y, sobre todo, culpable («Fue mi amor el que nos empujó a ambos a la muerte»).
Electra en la Senda de las Azaleas
El día de tu muerte me sumí en la tierra,
en el oscuro refugio donde las abejas,
a rayas oro y negras, aguantan el temporal
como piedras hieráticas y el terreno es firme.
Fue bueno hibernar esos veinte años:
como si nunca hubieras existido, como si hubiera llegado
al mundo engendrada por Dios en el vientre de mi madre:
su amplio lecho portaba el estigma de lo divino.
Nada tenía que ver con la culpa ni con nada
cuando me acurruqué bajo el corazón de mi madre.
Diminuta cual muñeca con mi vestido de inocencia,
al dormir soñaba tu epopeya, imagen a imagen.
Nadie moría o envejecía en aquel tiempo.
Todo sucedía entre una perenne blancura.
El día que desperté, desperté en Churchyard Hill.
Hallé tu nombre, hallé tus huesos y demás
consignados en una angosta necrópolis
y tu lápida jaspeada inclinada junto a una valla.
En este albergue de caridad, esta casa de pobres, donde los muertos
se agolpan pie contra pie, cabeza contra cabeza, ninguna flor
quiebra la tierra. Es la Senda de las Azaleas.
Hacia el sur, se abre un campo de bardanas.
Te cubren dos metros de grava amarilla.
La salvia roja artificial permanece inmóvil
en la cesta con siemprevivas de plástico que pusieron
sobre la tumba junto a la tuya. Tampoco se pudre
aunque la lluvia disuelva un tinte sangriento:
los pétalos falsos gotean y gotean rojo.
Es otra la clase de rojo que me preocupa:
Cuando tus velas bebieron el aliento de mi hermana
el mar calmo fue púrpura como ese paño viciado
que mi madre desplegó en tu última venida.
Me apoyo en una antigua tragedia.
Lo cierto es que, a finales de un mes de octubre,
con mi primer llanto,
un escorpión se atravesó la cabeza, mal presagio.
Mi madre soñaba tu rostro en el mar.
Los pétreos actores, en sus puestos, se toman un respiro.
Traje mi amor como ofrenda y entonces moriste.
Fue la gangrena lo que te devoró hasta los huesos,
dijo mi madre. Moriste como cualquier otro hombre.
¿Cómo podría yo madurar en tal estado mental?
Soy el fantasma de una infame suicida
y mi propia navaja azul aún se me oxida en la garganta.
Oh, perdona a aquella que acude buscando perdón
a tu puerta, padre: tu perra, tu hija, tu amiga.
Fue mi amor el que nos empujó a ambos a la muerte.
Más adelante, Sylvia Plath volvería a hablar de su padre en ‘Papá’, un poema que se lee como un exorcismo. Lleno de imágenes violentas y oscuras, supone un intento de escapar de su sombra. Según escribe la biógrafa Anne Stevenson, ‘Papá’ es como un «hechizo mortal», un «feroz rechazo» de la figura paterna, a la que se identifica con la estética nazi, mientras que la propia Plath se describe como judía. «Cualquiera que haya escuchado la grabación de ‘Papá’ que Sylvia realizó para el British Council recordará el shock de pura rabia en sus palabras, la ardiente furia con al que se declara libre, tanto del fantasma de su padre como de su marido», asegura Stevenson. Para el crítico George Steiner, este poema es «el Guernica de la poesía moderna».
Papá
Ya no me sirves, ya no me sirves
más, zapato negro
en el que he vivido como un pie
treinta años, pobre y pálida,
con miedo de respirar o estornudar.
Papá, he tenido que matarte.
Moriste antes de que tuviese tiempo.
Pesado como mármol, un saco lleno de Dios,
espantosa estatua con un dedo del pie gris
grande como una foca de Frisco,
Con la cabeza en el caprichoso Atlántico
donde un verde vaina cae sobre el azul
en las aguas que bordean la hermosa Nauset.
Yo rezaba para que te recuperaras.
Ach, du.
En la lengua alemana, en la ciudad polaca
arrasada por el rodillo
de guerras, guerras, guerras.
Pero el nombre de la ciudad es corriente.
Mi amigo polaco
dice que hay como una o dos docenas.
Así que nunca supe dónde
pusiste el pie, las raíces,
nunca pude hablarte.
La lengua, atrapada en mi mandíbula.
Atrapada en un cepo de alambre de espino.
Ich, ich, ich, ich.
Apenas podía hablar.
Creía que todos los alemanes eran tú.
Y el idioma obsceno
una locomotora, una locomotora
que me llevaba como una judía.
Una judía a Dachau, Auschwitz, Belsen.
Empecé a hablar como una judía.
Creo que tal vez sea judía.
Las nieves del Tirol, la cerveza clara de Viena
no son ni muy puras ni auténticas.
Con mis ancestros gitanos y mi peculiar suerte
y mi baraja del Tarot y mi baraja del Tarot
tal vez tenga algo de judía.
Siempre te he tenido miedo
con tu Luftwaffe, tu cháchara.
Y tu pulcro bigote
y tu ojo ario, azul brillante.
Hombre pánzer, hombre pánzer, oh tú…
Dios no, sino una esvástica
tan negra que ningún cielo pudiera abrirse paso.
Toda mujer adora a un fascista,
la bota en la cara, el salvaje
salvaje corazón de un salvaje como tú.
Estás ante la pizarra, papá,
en la foto tuya que tengo,
un hoyuelo en la barbilla en lugar de tu pie
aunque no por ello seas menos cruel o
dejes de ser el hombre de negro que
de un bocado partió en dos mi bello y rojo corazón.
Tenía diez años cuando te enterraron.
A los veinte intenté morir
y volver, volver, volver contigo.
Pensaba que hasta con los huesos me bastaría.
Pero me arrastraron fuera del saco,
y me recompusieron con pegamento.
Y entonces supe lo que debía hacer.
Creé un modelo a tu semejanza,
un hombre de negro con la mirada de Meinkampf
y amante de la tortura.
Y dije sí quiero, sí quiero.
Así que, papá, se acabó.
He arrancado de raíz el cable del teléfono negro,
las voces ya no pueden reptar más por él.
Si he matado a un hombre, he matado a dos…
El vampiro que dijo ser tú
y bebió de mi sangre durante un año,
siete años, si quieres saberlo.
Papá, ya puedes descansar.
Hay una estaca clavada en tu grueso y negro corazón
y a la gente del lugar nunca les caíste bien.
Bailan sobre ti, te pisotean.
Siempre supieron que eras tú.
Papá, papá, cabronazo, se acabó.