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Tres poetas: La historia de Gerd, Carl y Allen

A finales de los años cuarenta, cansado y desnutrido, el poeta y artista beat Gerd Stern (fallecido a los 96 años el 17 de febrero de 2025) se internó en un hospital psiquiátrico de Nueva York. Allí, fue testigo del inicio de un vínculo literario legendario entre sus compañeros poetas Allen Ginsberg y Carl Solomon, a quien Ginsberg dedicó su poema fundamental “Howl”, publicado por primera vez en 1956. La amistad entre los tres hombres fue uno de los muchos episodios coloridos en la vida de Stern, un “Zelig contracultural”. Diez años antes de su muerte, escribió la siguiente reminiscencia sobre su primer encuentro.

Era a finales de los años cuarenta. Designado ‘poeta’ dos años antes por la primera novia con la que viví, dormía en las calles de Nueva York en un viejo automóvil Willys. Fui a visitar a mi padre y a mi madrastra a Castle Village, en Washington Heights, ataviado con un enorme abrigo de piel de búfalo viejo y raído y un sombrero de vaquero. Cuando pregunté al portero por Otto Stern, del apartamento 96, y le dije que yo era su hijo, me contestó: «Ni hablar», pero aun así le llamó. Mi padre bajó, le gritó al confundido tipo uniformado y luego a mí, más fuerte: «Tu aspecto da vergüenza». Me arrastró hasta el garaje del sótano, me llevó al Bronx, a la consulta de mi tío Sidney, y de allí al colega psiquiatra de mi tío Sidney, que me diagnosticó desnutrición. Me dijo que mi padre no podía pagar sus honorarios y me aconsejó que fuera inmediatamente al Instituto Psiquiátrico del Hospital Presbiteriano en la calle 168 Oeste. “Dígales que es un poeta, un indigente, desesperado y que está pensando en suicidarse. Quieren pacientes interesantes, así que con una buena historia lo acogerán, su padre firmará por usted, le darán de comer. Pero, por supuesto, no puede contarle a nadie que yo le dije que hiciera eso”. Ignoré su advertencia y se lo conté a todo el mundo.

A la mañana siguiente, fui al centro de la ciudad y le dije al entrevistador del hospital que tenía la compulsión de sacar el Willys fuera de la autopista West Side y precipitarme al río Hudson. Llamaron a mi padre, él llegó hecho una furia y firmó. Me admitieron en el pabellón cerrado para hombres del Instituto Psiquiátrico en un piso superior de este edificio de gran altura.

Gerd Stern

Gerd Stern en una imagen de 1966.

Me asignaron una cama, una de una fila de diez en un lado de un gran espacio con ventanas y luz natural, con otra fila en el lado opuesto de la larga habitación estilo dormitorio. Más de la mitad de las camas están ocupadas por una gran variedad de internos dispersos, leyendo, jugando a las cartas, a las damas y al ajedrez o simplemente mirando o dormitando, muchos con batas sobre los pijamas, pero algunos vestidos. Entre las camas hay una mesa de ping-pong sin red. La mayoría de los hombres son mucho mayores, algunos de mi edad y también adolescentes un poco más jóvenes que mis diecinueve (¿20?) años. Una especie de sonido suave, al estilo de la música de ascensor, llena el aire, puntuado con anuncios como “vamos a cenar”, Al final del pasillo, hay seis mesas para cuatro personas cada una. Hay mucha comida, sencilla, abundante, normal, pero sin duda comestible, atendida por dos enfermeros, uno de ellos hombre. Detrás de un mostrador, una mujer mayor va sirviendo.

Duermo bien en este extraño entorno y a la mañana siguiente me dicen que el Dr. Hambidge está aquí para verme. Mi psiquiatra me dice que me verá una hora cada semana. Es más bajo que yo, de pelo claro y alborotado, sonríe mucho y enuncia palabra por palabra en frases en perfecto inglés americano. Muestra mis documentos de admisión y me pregunta si decía en serio lo de arrojarme con el coche al río Hudson. Admito que “no del todo”. Quiere saber cómo llegué a la conclusión de que era un “poeta”. Le digo que le había escrito un poema para mi novia, graduada en la universidad y licenciada en literatura inglesa, y ella me dijo: “De modo que eres un poeta”. Supe de inmediato que eso era lo que era y usé el término profusamente. El doctor y yo pasamos esa primera hora con mis explicaciones sobre mi familia, mis tiempos difíciles con mi madrastra y mi furioso padre (ambos inmigrantes judíos alemanes) y contándole que me había mudado de su apartamento en Washington Heights a una habitación amueblada varios años antes de mudarme al Village.
Todos los días, nuestro pabellón pasaba una hora al aire libre en una parte con el techo de tejas, con una pantalla que se elevaba sobre una pared de ladrillos desde la altura de la cintura hasta arriba y por encima, de modo que la vista de Riverside Drive y el cielo se veía interrumpida por el patrón de la malla de alambre retorcida.

A veces podíamos escuchar la radio. Se hacían esfuerzos para que los pacientes se involucraran entre sí, pero la mayoría tenía su propia historia, deseosos de contarlo todo pero sin escuchar a nadie más. Así que la interacción era limitada y algunas veces se convertían en intentos ruidosos de dominación personal. Había víctimas de convicciones paranoides, otros silenciosos, murmuradores y repetidores interminables de frases bien ensayadas.

Carl Solomon

Carl Solomon, años después de conocer a Gerd Stern en el hospital.

Un par de tardes después de la segunda sesión con mi “loquero”, una palabra que el personal desaconsejaba pero de la que nosotros abusábamos, me sentía solo y aburrido cuando la puerta de la sala que daba a esa planta se abrió y nuestro joven y tonto enfermero, Lane, trajo a un tipo corpulento, alto y fornido, con gafas de pasta, vestido de azul y con una gran pila de libros bajo cada brazo. Con una camisa y pantalones azul oscuro y zapatos de gamuza azules, se acerca al único barbudo de la habitación, que soy yo, y me mira de una manera tal que levanto la mano y le digo: “Stern”. Con un fuerte estruendo, deja caer su cargamento de libros, extiende la mano y dice: “¡Solomon! ¡Define tus términos!”. Le ayudo a recoger sus libros y no reconozco el nombre ni el título de ninguno de los autores. Esta aparición azul transforma por completo la escena a partir de ese momento. Enseguida me dicen que lo han llevado allí después de que arrojara un recipiente con ensalada de patatas a Wallace Markfield, mientras daba una conferencia sobre el surrealismo. En cuanto a los nombres, nos convertimos en Solomon y Stern, aunque muchos de los más viejos se llamaban unos a otros ‘Míster’. Carl me explicó que había vuelto hacía poco de trabajar en un barco desde París, donde había comprado la mayoría de estos libros, que me ofreció leer. Me recomendó a Céline y Henry Miller, pero también me fijé, algo que no me resultaba familiar, en los nombres Genet y Christopher Smart. Estos libros de tapa dura, a diferencia de las experiencias previas con los hábitos de lectura de periódicos y revistas de los otros pacientes, eran más parte de mi mundo familiar, un mundo que Carl y yo compartíamos mientras nos contábamos más y más detalles sobre quiénes creíamos que éramos.

Allen Ginsberg.

Allen Ginsberg.

Unos días después, la puerta de la sala se abre de nuevo para dejar entrar a otro señor de cuatro ojos, algo más delgado pero muy enérgico y gestual, que se hace llamar Allen. Cuando Carl dice: «Bienvenido, Al», el recién llegado protesta. «Allen, nunca Al, Allen Ginsberg, si es necesario». A la mañana siguiente nos enteramos de que era estudiante de la Universidad de Columbia y que algún tipo de problema hizo que sus profesores lo enviaran aquí. Muchos años después, supe que sus eminentes profesores de literatura, Van Doren y Trilling, conocían el papel de Ginsberg en el robo de artículos y evitaron que acabara en la cárcel aconsejándole que entrara en el instituto. Rápidamente formamos un trío, confesándonos mutuamente que todos escribíamos poemas y vivíamos un estilo de vida algo fuera de lo normal.

Hospital

Fachada del Hospital Presbiteriano de Nueva York.

También éramos traviesos. Descubrí que, si se lo pedíamos, uno de los enfermeros abría un armario y nos dejaba usar la red, las paletas y la pelota de ping-pong. Convencimos al enfermero Lane para que se uniera a nosotros y jugara con nosotros tres. Allen fue designado para llevar la cuenta de los tantos. Habíamos acordado que, cuando nuestro lado ganara, Allen lo cambiaría a perdedor, y si Lane perdía, haría que Lane ganara. Cuando Lane se dio cuenta de lo que estaba pasando, se metió la pelota en el bolsillo gritando: “¡NO! ¡NO! ¡DE NINGUNA MANERA!”. Hasta que la enfermera a cargo, más dura, lo hizo callar y se lo llevó.

En nuestro recreo diario al aire libre en la parte del techo parcial del hospital, planeamos otro acto subversivo. Poco después de que nos sacaran, los tres, uno a uno, trepamos por las paredes de malla de alambre hasta el punto en que estábamos a algo más de un metro del suelo e informábamos en voz alta lo que estábamos viendo, la mayor parte de lo cual era ridículo y completamente inventado para diversión del resto de nuestros compañeros pacientes de abajo. Trate de imaginar un ejemplo: “Hay una pareja desnuda” o “¿Qué se están haciendo esos perros?” Muy rápidamente sonó un silbato y se nos ordenó urgentemente que descendiéramos. Si alguna vez intentábamos escalar de nuevo, se nos advirtió, nunca se nos permitiría salir al recreo con el resto de nuestra sala.

Cada uno de nosotros tres tenía su propio médico una vez a la semana. Tanto Carl como Allen me dijeron que el suyo había sugerido y recomendado tratamientos de electroshock e insulina. Carl aceptó el electroshock, diciéndonos que le parecía emocionante. Allen rechazó ambos. Cuando le pregunté al Dr. Hambidge de qué se trataba, dijo que no estaba indicado para mí, pero no explicó por qué.

Podía salir los fines de semana desde el sábado por la mañana hasta el domingo por la noche si tenía un amigo que firmara mi salida y mi regreso. Allen y Carl estaban en una categoría diferente y tenían que permanecer encerrados. Yo ya era un fumador de marihuana confirmado y Carl había fumado, pero descubrimos que Allen nunca lo había hecho. Entonces los dos me convencieron de que trajera un porro cuando saliera el fin de semana para que Allen pudiera probarlo. Regresé con un porro y cerillas, ambos prohibidos. Le enseñamos a Allen a fumarlo y pareció que le colocaba. Tanto Allen como yo habíamos estado leyendo los libros de Carl, incluido el de Genet. En su novela Querelle, un personaje entrega a sus cómplices criminales a la policía. Entonces Allen, por sugerencia de Carl, imitó la acción y me entregó a su médico, quien informó a la administración. Me llamaron a la oficina del director. Lo que había hecho era motivo de despido y se programó arbitrariamente que me fuera después de mi última sesión psiquiátrica semanal.

Carl Solomon y Allen Ginsberg.

Carl Solomon y Allen Ginsberg.

Así que me senté frente al Dr. Hambidge, quien dijo: “Sabes que soy freudiano y ya hablamos de que habías leído algo de Freud y entiendes que escuchamos y no damos consejos. Pero como esta es la última vez que nos vamos a ver, debido a lo que hiciste, he decidido que voy a violar esa prohibición y decirte que no puedes vivir la vida que tu padre quiere que vivas y la vida que me dijiste que querías vivir. Así que necesitas decidir cuál quieres y esa es una decisión que debes tomar pronto”. Comprendí inmediatamente lo que quería decir, tomé mi decisión y más o menos he hecho lo que quería desde entonces. Siempre he recordado con gratitud el alejamiento del Dr. Hambidge de la ortodoxia freudiana.

Allen primero y luego Carl también recibieron el alta en el Instituto. Seguí siendo amigo de ambos para bien o para mal. Carl se convirtió en editor de su tío A. A. Wyn, dueño de Ace Books. Ese trabajo y su matrimonio condujeron a la publicación del poema de Allen “Howl”. Conmocionado por lo que Carl pensó que era una referencia en el poema a que él había mantenido relaciones sexuales con su madre, fue internado nuevamente y se sometió a más terapia de choque. Allen y Jack Kerouac visitaron a Carl en Rockland State y lo persuadieron a él y a su madre de que no presentaran una demanda por esa insinuación.
En esa época, en los años 50, vivía en mi barcaza en Sausalito con mi entonces esposa, otra poeta, Ann London. Una vez más, Allen me metió en problemas cuando me acusó de tirar la famosa “Carta de Joan Anderson” (o manuscrito) desde la barcaza. No fue hasta diciembre de 2014 que me vi reivindicado cuando esas mismas páginas escritas por Neal Cassady a Jack Kerouac aparecieron entre los efectos personales de un editor al que Allen se las había regalado en aquel entonces.

Solo hay que vivir lo suficiente. A los 86 años, sigo siendo el poeta, uno de los tres sobre los que trata este relato: Gerd, Carl y Allen.

Este artículo se publicó originalmente en el New York Times. Lo reproducimos por su interés.

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