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La decisión lírica: Así determinan los poetas lo que viene después

ELISA GABBERT
El poeta Andrew Weatherhead tuiteó en cierta ocasión: “La mejor forma de leer un poema es imaginar que cada verso es el nombre de un caballo; así, el poema no es más que una lista de caballos”. Esta broma revela algo serio acerca de la poesía. Señala al verso como una unidad fundamental que en cierto sentido siempre queda aislada: el siguiente verso siempre puede ser cualquier cosa.

Elisa Gabbert.

Cuando me quedo atascada al escribir un poema suele ser porque he olvidado este principio: El siguiente verso siempre puede ser cualquier cosa. El poema tiene libre albedrío; el futuro en el poema no está sujeto a su pasado. Esto sucede en todo tipo de escritura, pero la poesía parece resaltar esas elecciones, esos saltos más allá de la lógica o de lo previsible, como si las posibilidades de lo que está por venir fueran más infinitas en un poema.

Me ha dado por llamar este momento, este movimiento de ajedrez en el que el poeta rompe un verso y casi reinicia el juego, como la ‘decisión lírica’. ¿Cómo deciden los poetas lo que viene después? ¿Cómo consiguen que queramos leer otro verso, y otro? El poema debe responder a un sistema de coherencia –hasta una lista al azar de caballos tiene coherencia, por el tema— pero tampoco puede ser ordinario. Un serie de decisiones líricas son la forma en que escribimos algo entre el orden y el caos.

El poeta Ari Banias.

He percibido en la poesía una tendencia formal hacia los saltos dobles de línea que crean blancos en torno a cada verso, como si el verso fuese en sí una estrofa. Este tratamiento sobre la página convierte al verso en algo más cuantificado. El poema puede asemejarse a un mosaico, una disposición de versos con una imprevisibilidad implícita: podrían haberse arreglado de otra manera.
Un ejemplo es el poema ‘Recelo’ de Ari Banias:

Paciencia. Rabia y que me digan “ten paciencia”.

Los pájaros de cabeza naranja y cuerpo marrón pálido se balancean en los cables de la luz.

El poeta explica que un paciente es “alguien que sufre”.

Bajo el paso inferior de la autopista, una silla volcada en la maleza tras la valla

hacia la que se despierta una ternura fuera de lugar.

Hay un placer demostrable en el hecho de establecer un patrón para romperlo después. Así lo hace Banias cuando a tres versos que acaban en punto les sigue una frase encabalgada en dos. Pero el espacio extra permanece. Los espacios sugieren que las conexiones entre las observaciones y los sentimientos son frágiles: existe en el poema una duda muy al estilo de Hume con respecto a la causalidad. Esa “ternura fuera de lugar” no está necesariamente provocada por la silla volcada.

El poema continúa montando y acumulando impresiones, superponiendo imágenes (“Donde se ha cerrado una brillante apertura en la nube / tuberías y zapatos y chalecos salvavidas brillan en la costa”), constataciones de hechos (“Mi madre vive sobre esta playa. Los contempla.”) y los pensamientos del poeta (“Cuatro antiguas gotas de pintura / sobre el cristal de la ventana que observo / sin mirar a través.”). Me encanta cómo este método imita la memoria y evoca tanto la escena como el estado de ánimo: una mente en el espacio-tiempo, una persona que avanza por el día.

En ‘Fuente’, escrito en el mismo estilo, Banias describe la vaga alienación, no del todo desagradable, que provoca un lugar desconocido: “Pasa una motocicleta, una sirena francesa de policía / que según tú suena inofensiva y después nos reímos amargamente. / Hacía tiempo que no veía a una mujer dar una bofetada a un niño. / Un camión marcha atrás, y la alarma que persiste durante horas. / Porno en un dispositivo móvil, su eco metálico en una habitación / con suelos desnudos y muy pocos muebles”. De nuevo hay un patrón y la ruptura de ese patrón: un flujo de imágenes y después la conciencia del poeta que se interpone con observaciones o preguntas sorprendentes: “¿Se sabe amar a otra persona / igual que alguien supo pintar de rojo los marcos de esas ventanas?” “No sé cómo decir ‘porque’. / De modo que las acciones están desconectadas unas de otras”.

Rilke.

Hay un pasaje en las ‘Cartas a un joven poeta’ de Rilke en el que no he dejado de pensar desde que lo leí. En su primera carta al estudiante que le había escrito en busca de consejo, Rilke ofrece las instrucciones más extraordinariamente directas para escribir un poema:

“Intente decir, cual si fuese el primer hombre, lo que ve y siente y ama y pierde. […] Describa sus tristezas y sus anhelos, sus pensamientos fugaces y su fe en algo bello; y dígalo todo con íntima, callada y humilde sinceridad. Valiéndose, para expresarse, de las cosas que lo rodean. De las imágenes que pueblan sus sueños. Y de todo cuanto vive en el recuerdo”.

Existen infinitas formas de escribir un poema, pero esta fórmula es eterna e infalible: describe tus tristezas y anhelos, por supuesto, pero permite que el poema piense, también, y amuéblalo con Cosas.

Esta particular mezcla de objetos, ideas y emociones que constituye un poema es la lectura de todas las decisiones líricas que uno toma.

Chelsea B. DesAutels.

Pensé en el consejo de Rilke mientras leía ‘Un lugar peligroso’ de Chelsea B. DesAutels, viendo cómo tomaba estas decisiones. Por ejemplo, en el poema ‘Niño fantasma’, que comienza con el escenario y una fe en la belleza: “Todo el día el sol se movió sobre la piedra en la que me sentaba. / Todo el día intenté pensar como un alce. / Había bebido vino mediocre / de un termo / y contado las hojas / en los tallos diminutos”. El poema alterna entre el paisaje interior y exterior. “Y allí está el alce… / que desaparece en el cielo cada vez más oscuro. / ¿Por qué he venido aquí, a emborracharme entre / el musgo y las moscas de este claro?”. Los saltos de línea de este poema son verdaderas rupturas: “¿Qué clase de cuerpo prefiere el cáncer a un niño? / Pero yo no quería ese niño. / El alce ya ha mudado su terciopelo”. El paso interrumpe el presente, luego la vida interrumpe de nuevo: no es posible abandonar el presente por mucho tiempo.

Si cualquier palabra puede venir después, también puede hacerlo cualquier realidad, y un poema es el lugar para el giro de las expectativas, como en ‘Cuatro años después’: “Creerías que haber estado a punto de morir / haría que cada minuto contase. No es así.” O en ‘Retrato roto’: “Durante el cáncer rezo a un Dios desconocido. Nunca he sido más feliz”. Y poco después en el mismo poema: “Me casé con un buen hombre. Me ama y plancha sus propias camisas. Me he echado a perder. / Me estoy pudriendo, quiero decir.” Me siento golpeada por este poema, en el buen sentido. A veces quiero que un poema me maltrate un poco, que abuse de mi confianza y me escandalice, que sea tranquilo y de repente estalle. En un poema, como escribe DesAutels, “no hay un umbral entre la amenaza y la tranquilidad”: “Todo es en realidad / todo lo demás, la piedra recién golpeada / y lo que sea que viene después son la misma cosa”.

Elisa Gabbert es autora de cinco colecciones de poesía, ensayos y crítica.

Este artículo ha sido publicado originalmente por el New York Times. Lo reproducimos por su interés.

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